Juan J. León, poeta de Benalúa de Guadix



El poeta Juan Jesús León García vino al mundo el día 18 de mayo de 1946. Su familia vivía en Benalúa, y, aunque su madre fue a dar a luz a la Clínica de La Purísima, en Granada, a los pocos días el rollizo neonato (nació diezmesino) estaba en la casa familiar de Benalúa.

Los primeros recuerdos de Juan se mezclan con el trabajo que durante toda la infancia veía hacer a su padre y a los campesinos en el cortijo que la familia –una familia de agricultores ricos– tenía en Benalúa de Guadix: recuerda vivamente el marcado de las ovejas de su propiedad con un hierro candente.
Es una familia extensa; su abuelo paterno tenía diez hermanos, afincados en los pueblos de la comarca, Bejarín, Belerda, Huélago. Juan León apartó la poesía y quiso dejar plasmados sus recuerdos infantiles en su libro Memorial de Artimañas. Su madre y su hermana Carmen ocupan un lugar preferente, pero también sus primos, su ama de cría, sus primeros amigos, el cura, su maestra (doña Virginia), etc. También se hace eco de personajes de Benalúa que protagonizan historias estremecedoras (como el criminal del Bejarín) contadas con la viveza y sarcasmo típicos de Juan León.


En el libro nos cuenta historias de su abuelo, que lo utilizaba de tapadera para llevárselo, en lugar de a los parques, a ver las compañías de coristas. Cuando el abuelo muere aparecieron inesperadamente una legión de hijos naturales, fruto de las sucesivas conquistas del viejo, que llenaron de amarguras y disputas a la familia. Tenía consideración de querida oficial la llamada Patasdecaña.

Además su abuelo le cantaba a la abuela una copla en la que se burlaba (suponemos que cariñosamente) de su fealdad: ¡Cómo estaría yo pa casarme/ con una mujer tan fea/ que no puedo sacarla/ donde la gente la vea!.

Empieza a ir a la escuela muy pronto, de la mano de su ama de cría. Es hilarante la narración de las escenas de la entrada en la escuela del brazo de su criada, que tenía que luchar contra la rebeldía temprana de Juan León, y de las peleas soterradas de los niños y las niñas durante la clase. Aquella infancia feliz se completaba con los juegos con Jesús, su hermano de leche (el ama de leche era casi una institución en aquellos años), los baños en la alberca de la propiedad paterna con las mujeres del clan familiar y otras distracciones más o menos inocentes con las niñas de los alrededores.

A los ocho años cambia de escenario. Sus padres han decidido que estudie bachillerato y ese deseo no se puede realizar en Benalúa de Guadix. Por ello se va a vivir a Granada con sus abuelos maternos que están encantados en tomar como pupilo a Juanito, aunque su abuelo según él recuerda siempre se refiere a él como “la mierda del niño este”. Entra como alumno externo en los Escolapios, que era el colegio a donde iban los niños de la burguesía adinerada de entonces.

Comienza a hacer sus primeros pinitos literarios. Su poema más celebrado en aquella época fue esta cuarteta, que tuvo la osadía de escribir en la pizarra de su clase. Decía así:
Yo quisiera, amigo Paco,
que viniera el rey Herodes,
pero no matando niños,
que matara profesores.

Durante todo este tiempo continuó frecuentando todos los veranos el pueblo de su infancia, Benalúa de Guadix, y más concretamente el cortijo de su padre. Este contacto con el terruño y las gentes que lo pueblan, será esencial en su formación. Nunca dejarán de aparecer en su obra motivos de la naturaleza, como el poema dedicado al perro:  

Procuran que sus amos no se pierdan
en negra soledad y con paciencia
aguantan sin ladrar su trato tosco.
Aunque de vez en cuando -¡picho!- muerdan
los probos perros son, con diferencia
las mejores personas que conozco.

O el paisaje nevado de nuestra sierra: Arriba está la cumbre emancipada/ nácar inquieto si la luz la pisa.




Memorial de artimañas y secuencias sin cuento fue redactado pocos años antes de la prematura muerte del poeta, en el 2004. En sus memorias trata de poner su vida en claro y de recoger, casi siempre con registros jocosos que le permiten el distanciamiento y la ironía, los pasajes, las secuencias, vividas por él, de ahí la apostilla “sin cuento”, que tanto significa “reales” como “innumerables”.


Los primeros ocho capítulos evocan de forma viva su infancia en Benalúa de Guadix. Son unas memorias en las que presta más atención a los personajes que le han rodeado que a él mismo. Se considera deudor a todos ellos, por eso convoca a ese fresco a familiares, vecinos, amigos, poetas y escritores, profesores y artistas, bebedores empedernidos y perdedores sin causa, y a un sinfín de personajes pintorescos y disparatados, muchos de ellos héroes o antihéroes de su poesía satírica, a los que siempre trató con cariño, por muy afilado que fuera el aguijón de sus burlas. Es más, el que Juan J. León se burlara un poco de sus amigos, era un modo particular y muy suyo de demostrarles afecto y admiración. Como reconoce al principio del libro en él destacan más las gestas inusitadas de quienes recorrieron conmigo algunos trechos de mi vidorra que las mías propias.

Nadie puede sentirse herido por su ironía, porque sus dardos son literarios y divertidos y no amargos y emponzoñados por el rencor o la envidia como ocurre frecuentemente con algunos otros escribas más cínicos y aviesos. Por otra parte, no duda como autor en ser el primero en reírse de sí mismo, y en desacreditarse y convertirse en caricatura si es preciso, por eso no duda en presentarse de manera poco ejemplar, es decir, como víctima también del ímpetu de su propia ironía.


Y así comienza por referir como contrariedad funesta su nacimiento y, al hablarnos de su tardía venida al mundo como diezmesino, o nos dice haber nacido difunto, para seguir, ya permanentemente, hasta el final, haciendo bromas acerca de su resurrección casi milagrosa; o también nos habla de la fijación por su sexo, al que convierte en todo un personaje casi con vida propia; en una suerte de referente simbólico, contra el que arremete sin empacho, justo con idéntica desenvoltura a la empleada contra el dueño del mismo; referente, digo, a veces egregio y otras no tanto en los lances del amor y al que se refiere con múltiples y ocurrentes términos: la badana, la manguera, el asunto, la morcilla, cipote, mondongo, panocha, trompa de elefante, piltrajoso péndulo, mandublio, y otros más obvios.

La prosa de Juan J. León no ofrece ambigüedades, es rotunda en su expresión porque pinta, con los recursos del oficio que tan bien conoce, retratos y etopeyas afinadísimos de sus personajes (el tío Toñico, Cárdenas del Bejarín, el Garbancito de Graena, María la Araña, Manolo el Garraspiche y tantos personajes pintorescos) y de los ambientes en que se han desenvuelto sus días; y son tantos, tan diferentes y tan originales, que no parece sino que los fuera buscando a propósito. Mención aparte tiene su mítico coche, un R10 al que llamaba El Estreñío.

El vocabulario, el lenguaje todo, tanto el culto, que invita a consultar el diccionario, como el rural y popular es riquísimo y lo recoge y transcribe con el mimo de estar convencido de que el pueblo utiliza de manera inconsciente recursos estilísticos, formas de expresión poética, propios de la lírica cultivada; aspecto éste que desde tiempo viene investigando y del que es consumado especialista.


JL sabe captar y transmitir el brillo y el poder evocador que desprenden los topónimos locales que se recrea en nombrar en su libro: Fuente Alta, cortijo de Vismar, acequia de Marmal, los ríos Guadix y Fardes, las hazas del Minuto y del Centella, Bejarín, Huélago, Fonelas...


Pero sobre todo, él que disfrutaba escuchando a los campesinos en sus visitas al campo, recoge términos locales raros o en extinción, disfruta usando con humor coloquialismos como controlar a titirimundi, pitirra clueca, un gurripato de seis años, un trápala con pintas negras, el muslamen, la pelandusca, por esto y por lo otro, las mocarreras, uso frecuente del sufijo -ico, cobardica, bonicos éramos, nerviosico, mismitico, malico...; dura menos que un porro en la puerta de un instituto, y otras frases hechas como, perdía más aceite que una alcuza de ganchillo, me puso las orejas como sopletes, se le puso la cosa como una berenjena de seis kilos.


Siempre confesó esta circunstancia y recordaba los años vividos en Benalúa como los años en que forjó sus dos principales facetas: la vida como compromiso con los más desvalidos y su humor y alegría por vivir; y a mí me da que esa experiencia sí que fue un elemento determinante en la conformación de su carácter y en su manera de enfrentarse al mundo. Aunque en muchos momentos lo refiere en su obra, especialmente en las memorias, también nos lo dice de manera expresa en varios poemas, prueba de ello son, entre otros, los cuatro alejandrinos de uno titulado “Infancia”, en el que define aquella etapa infantil y despreocupada como época privilegiada de su vida:



He regresado tanto al pasado que pareceque piso la distancia donde tuve la suertede vivir unas fechas alejadas del trece,ajenas a la envidia y a espaldas de la muerte.



En “Memorial…” confiesa satisfecho:  toda mi infancia transcurrió plácidamente en Benalúa de Guadix, con cortos intervalos en Granada y largos veraneos en el cortijo del Marmal.




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