El último hayib de la Alhambra (Capítulo I)



Mi nombre es Muhammad Lisan al-Din Abu Abd Allah ibn al-Jatib al-Salmani al-Lawsi. La pasión de mi vida ha sido narrar las biografías de las personas que me han rodeado o he conocido a través de otros testimonios. A mis sesenta y dos años, mi deseo final es contar mi propia biografía. 

Durante toda mi vida he servido al rey de Granada, el quinto Muhammad, llamado al-Gani bi-Llah, “el que se complace con Dios”. Fui su maestro, su protector, su visir y su hayib a lo largo de más de treinta años de dedicación a su causa. También serví a su padre, el gran Yusuf I. Ahora vivo escondido en mi refugio del palacio nuevo de Fez, protegido por los reyes merinís, huyendo de la ira del granadino. Como la vejez implacable me ha privado del órgano de la vista, dicto la historia de mi vida a mi fiel esclava Widad.
Nací en Loja el quince de noviembre de 1313. Loja es una bella ciudad amurallada que está diez leguas al oeste de Granada; es rocosa y empinada y sus casas descienden suavemente desde la alcazaba hasta el río Genil, que baña una hermosa vega donde proliferan agradables alquerías de descanso. En una de ellas, llamada el Frontil, en las faldas del monte Hacho, junto a un palacete de recreo de los reyes nazaríes, nací el mismo año de la proclamación de Ismail I como rey de Granada. 

El Frontil
 Desciendo de una familia de la tribu de Salman, que se estableció en Córdoba a principios del siglo VIII y, cuando la ciudad fue asaltada por los infieles, se trasladó a Loja, donde fue acogida por lejanos parientes. Mi abuelo Said era jatib de la mezquita cordobesa de Albolafia y fue aceptado con el mismo cargo en la mezquita mayor del Arrabal de Loja; él nos dejó su apelativo a mi padre y a mí, aunque mi padre era letrado y notario de la ciudad, y yo, que he tenido múltiples ocupaciones, jamás he predicado en una mezquita.  Mi abuelo era tan piadoso que, durante una terrible sequía, se plantó ante el muro donde predicaba a orar por su pueblo y a observar un ayuno, tan riguroso, que le llevó a la muerte.
En Loja transcurrió mi infancia. Como la ciudad está enclavada a una jornada de Granada en el camino de Málaga, es frecuente el trasiego de viajeros a lo largo del barrio del Arrabal, donde hay un caravanserai para mercaderes, hospederías, bazares, casas de cambio y alhóndigas bulliciosas; pero la gente de mi pueblo vive apaciblemente, dedicada sobre todo a la agricultura, y hasta allí no llega el aliento pútrido de la guerra que he sentido en los pueblos de las fronteras. En Loja la infancia transcurría en una nube de alegría, la ciudad disfrutaba del resplandor de luz que restallaba de sus montañas recamadas y del agua abundante y fresca del río. Debe su nombre latino a la bondad de sus condiciones naturales. El sol cegador salía cada mañana por encima de las murallas y se dispersaba por la vega feraz. En las calles los jóvenes alegres se afanaban en sus trabajos y las mujeres reían ruidosamente los comentarios procaces de los vendedores, a los que obsequiaban mostrándoles sus dientes luminosos.
Nosotros vivíamos durante la mayor parte del año en la casa de mi abnegado abuelo, junto a la mezquita de la alcazaba, donde ejercía como predicador, y en junio nos trasladábamos al barrio nobiliario del Frontil, donde los niños disfrutábamos de los relatos antiguos de los viejos de la familia en las noches azules y cálidas del verano. Mi abuelo  era un hombre alto, extremadamente delgado y pálido, y su voz quebrada nos mecía lo mismo que en la mezquita atraía la atención de los hipnotizados fieles. No era una voz potente, sino aterciopelada, cavernosa, oscura, que transformaba las palabras en vidrios ensoñadores. Otros imanes imponían una especie de intimidación entre los fieles a los que hostigaban con sus gritos airados, pero él envolvía los espíritus con su voz en un remanso de paz, los congregaba en la vía de Dios afablemente, palabra a palabra, sin prisa. En Granada sirvió al rey Muhammad II, en el diván de al- Hakim, pero pronto renunció a la corte y volvió a Loja, donde andaba siempre rodeado de menesterosos, huérfanos, enfermos y mendigos que acudían a protegerse bajo el manto de su generosidad ilimitada. 

Sobre todo recuerdo que en mi casa del Frontil teníamos un perro cuando yo era chico. Era muy paciente conmigo; se dejaba atormentar con mis juegos y me seguía a todas partes. Cuando me iba de viaje los criados tenían que atarlo y amordazarle la boca durante un día y una noche para que no intentara seguir mi rastro ni torturara a toda la almunia con sus aullidos. Se llamaba Bulula y era grandullón.

No entendí por qué aquel día mi padre me tuvo que encargar a mí que lo llevara al albéitar. Estaba lejos y el perro ya era muy viejo. Tuve que arrastrarlo por el camino sujetándolo con una cuerda y cuando oía el trote de algún caballo lo apartaba cogiéndolo en brazos penosamente, porque yo no podía con su peso. Se detenía cada pocos pasos y yo apartaba la mirada mientras hacía dificultosamente sus necesidades. Cuando todavía no habíamos hecho ni la mitad del camino, empezó a jadear y a doblar sus patas, y entonces lo llevé a beber agua a un arroyo próximo, pero fue peor, porque la distancia que antes hacía en dos ágiles saltos, ahora le costaba mucho esfuerzo, y para beber, como el nivel del arroyo estaba bajo, tenía que agachar su cuerpo hacia adelante. No pudo mantener bien el equilibrio y ladeándose cayó al agua. Quedó inmóvil, boca arriba; los ojos suplicantes. Lo saqué, pero estaba lleno de fango y me daba asco cogerlo en brazos, y también pensé que la suciedad humillaba más su decrepitud. Intentaba levantarse con dificultad sin apartar sus ojos de mí. Cuando me hartaba de esperarlo lo llamaba a voces, entonces él me buscaba, pero no me distinguía desde tan lejos y tenía dificultades con el oído para orientar la dirección de mis voces. Yo retrocedía y le empujaba suavemente hasta hacerle andar.

Consumimos toda la tarde en llegar hasta el puente del Genil, donde el albéitar me comentó que me esperaba, que mi padre le había hecho saber que yo llegaría con el perro, al que tenía que sacrificar. Quedé mudo, estupefacto, y sentí que la garganta se me anudó. Me dijo que convendría que le abrazara la cabeza mientras él procedía. Cuando le vi afilar el cuchillo ya no pude reprimir el llanto y besé con fuerza la cabeza del pobre animal. El hombre me dijo que no dejara de hablarle y yo, como si mi perro entendiera la situación, pugné por disimular mi llanto y le musitaba su nombre al oído, Bulula, Bulula, y lo abrazaba muy fuerte. Apenas derramó las primeras gotas de sangre expiró sin ningún quejido. El veterinario me sacudió cariñosamente la cabeza y me dijo que me fuera, que él se encargaría de enterrarlo. Me perdí por el campo buscando caminos de regreso a mi casa que nunca hubiera transitado con mi perro. No dejé de llorar pero agradecí a mi padre que me hubiera reservado esa experiencia.


En Loja recibí clases del médico y letrado Abu Yafar al-Tanyali, a cuya paciencia debo los conocimientos básicos de la medicina, y cuyo ejemplo envidio en cuanto a su inagotable entrega a los demás. No me sorprendía que también siguiera las lecciones del cirujano su hija, Umm al-Hasan, “la Perfecta”, que era mucho más despierta y hábil que yo en el aprendizaje. Seguía con atención los pasos que daba su padre, el sentido de sus preguntas, los lugares en que palpaba a los enfermos, los procedimientos curativos, y se exaltaba de alegría cuando su padre la invitaba a socorrer una urgencia o a realizar la cura de heridos por accidente o por riñas. Y no desdeñaba las opiniones de las hechiceras que fabricaban pócimas con agua salada de la Sierra de la Torre y musgo de la cueva de los Siete Durmientes; le divertía escuchar los conjuros que hacían en los velatorios mientras removían el cuscús con el brazo amputado del cadáver para que, tras la ingestión de la masa, se detuviera la enfermedad entre la familia y los allegados. Atendía y memorizaba los comentarios tímidos de los familiares de los enfermos, basados en supersticiones, pero también en siglos de observación y contraste de experiencias distintas que ella clasificaba con destreza.

Abu Yafar era condescendiente con las inclinaciones de su hija y la dejaba aprender y descartar hipótesis falsas por sí misma. También permitía que asistiera a la disección de los cadáveres en primera fila, metiendo la nariz entre la carne cianótica, los pulmones y los hígados sanguinolentos para observar las heridas o los tumores. Ella además era experta en lectura coránica y en la composición graciosa y perfecta de versos. Como en las escuelas coránicas de los pueblos no hay suficiente papel como para que lo utilicen los niños, todo se aprende de memoria; el maestro recita musicalmente la lección y los alumnos la repiten una y cien veces, pero para Umm, una vez bastaba y ya lo memorizaba para siempre.


Mi infancia y mi juventud van ligadas a ella. Cómo no, también mi despertar al amor. Al oriente de la ciudad, el pequeño río Manzanil se despeña en el Genil, formando la Cola del Caballo en el paraje llamado los Infiernos Altos, que es un lugar semioculto lleno de sombras y vegetación espesa, y allí acudíamos en verano a bañarnos desnudos y a asustarnos
jugando entre los árboles. En una ocasión en que esperaba oculto a que se acercara adonde yo estaba para sorprenderla, la vi aparecer despacio, alta, erguida, andando sigilosamente mientras apartaba con sus manos las ramas que le acariciaban el cuerpo; me pareció que iluminaba el bosque con su ancha sonrisa y sus ojos almendrados. Llevaba la camisa mojada abierta y el cordón de la cintura desatado y yo no podía apartar la vista de sus senos blancos y lisos. Cuando se aproximó, salí de mi escondrijo y me acerqué con paso firme a ella, que encajó mi abrazo con fuerza, enlazando sus manos en mi cuello y arqueando el cuerpo sobre mí sorprendiéndome con un beso. Yo la sujetaba por la cintura y la espalda y dejé que nuestros cuerpos cayeran delicadamente sobre las hojas húmedas del río, mientras me asía a su melena rubia y la besaba con dulzura.

El recuerdo de esa tarde me ha perseguido toda mi vida, no he conseguido que ninguna otra experiencia lo relegue. Mantuvimos nuestra relación amorosa después de trasladarme yo a Granada. Una angustia oscura se apoderó de mi corazón cuando me enteré de que se había casado con otro hombre. Lo había hecho para evitar la posibilidad de caer en el harén de algún noble poderoso, aunque hubiera sido el harén real. De todas formas, cuando iba a Granada no dejaba de visitarme furtivamente y vivíamos horas intensas de pasión. A pesar de casarse y parir varios hijos, siguió sirviendo a los demás poniendo en práctica los conocimientos que le había legado su padre y su prodigiosa intuición.

Una vez me había dado un brebaje que hizo con agua del Genil, era una especie de láudano con más especias y un machacado de raíces y ranas tiernas cogidas en los Infiernos. Según ella tenía poderes mágicos y efectivamente cuando yo la deseaba tomaba el mejunje y al poco tiempo recibía recado suyo. Con ninguna otra mujer volví a sentir la misma emoción y creo que puedo decir que en ese íntimo temblor cifro la felicidad. Antes de abandonar Granada quise despedirme de ella. Comprobé con admiración que los años no habían mitigado su vanidad. Ni su vestido ni su maquillaje me parecieron apropiados para sus cuarenta años, pero admiraba a aquella mujer, su fuerza luchadora, vivaz, obstinada.

En cuanto a al-Tanyali, ejercía generosamente su oficio y supo granjearse la confianza de toda la ciudad. Le nombraron cadí por su abnegación y tengo que confesar que envidio su cultura, su sentido común y su humildad. Es un hombre docto, que debe la felicidad a conservar su afán por aprender; es piadoso y caritativo y la naturaleza ha hecho que sea el padre de la criatura más hermosa que yo haya visto nunca. No he conocido a nadie como él. Es abierto, grande de corazón, tumultuoso. No oculta que creció en el establo de un cortijo, sino que está orgulloso de eso. A su educación debe que sea tosco y delicado a la vez. Su hija ha heredado de él su vitalidad y su enorme franqueza. Para contar una vida valen dos o tres anécdotas de una persona. Es cierto para Abu Yafar; un  hombre dichoso y ejemplar cuya vida cabe en una simple hoja.
Reseña de la novela: http://www.reorientate.es/index.php/varios/122-jose-enrique-salcedo-mendoza1


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