Una sesión de la Cofradía del Avellano

Vino a buscarme y juntos nos encaminamos, dando un paseo, a la fuente del Avellano, donde aquella tarde había asamblea literaria. No era una reunión casual, puesto que los poyos de la famosa fuente Agrilla estaban ya en aquella sazón lustrosos y un tanto desgastados de prestar servicio a los literatos y artistas granadinos, que habían convenido en reunirse allí todas las tardes para beber agua pura y fortaleciente y hablar de todo lo divino y lo humano con la apacible serenidad que infunde aquel apartado y silencioso paraje. Nosotros llegamos los últimos y hallamos la asamblea en pleno.

Además de Antón del Sauce y Paco Castejón, con quienes nos reunimos en el camino, estaban allí los dos Gaudentes, Feliciano Miranda, el poeta Moro, Juan Raudo, Montero el menor y Eduardo Ceres.

Todos conocían a Pío Cid por haber comido juntos en la Alhambra, excepto el hijo de Gaudente, que era estudiante de Derecho y aspirante a escritor, y Eduardo Ceres, excelente joven, cuya mayor habilidad consistía en dar las noticias antes que nadie, por lo cual le llamábamos en broma Don Teléfono.

-Hoy tenemos gran novedad literaria -dijo Castejón aspirando con las narices dilatadas el airecillo fresco que subía de la umbría del Darro-. Se puede perdonar el trote que hay que dar para venir aquí sólo por oír la tragedia que ha escrito éste (señalando a Sauce).

-¿Tragedias a estas horas? -dijo Miranda.

-No hay que exagerar -rectificó Sauce-; es un articulejo más para la colección de Tragedias vulgares

que voy a publicar.

-Pues Moro -agregó Miranda- trae también terminado su poema. Esto va a ser el acabóse.

-¿Qué poema es ése? -pregunté yo.

-Es el mismo que tenía empezado, el de Los olivares -me contestó Moro-. Yo estoy condenado a vivir siempre entre olivos.

-Lo mejor -añadió Gaudente el viejo- es que yo estoy oyendo hablar de ese poema desde hace tres años, y aún no conozco ni un verso. Hijo, acábalo de desembuchar y no nos amueles más con ese parto de burra.

-Ea, comience el fuego -dijo Castejón-. Yo, si queda tiempo, os leeré el comienzo de una historia morisca que estoy sacando de unos papeles viejos que he comprado en un baratillo.

Después de tomar sendos vasos de agua, sentados todos al amor de la fuente, nos preparamos para saborear la varia e interesante lectura de aquel día memorable. Gaudente el viejo leyó su célebre proclama poética, y pudiera decirse patriótica, titulada ¡Viva la mantilla!, en la que se cantaban las excelencias de la mantilla y se fustigaba sin misericordia el ridículo sombrero, inventado por las mujeres feas para sombrearse la cara, moda funesta que acabará por dar al traste con el carácter de las mujeres españolas; Moro, su poema Los olivares, en el que describía con extraordinaria riqueza de colorido las fiestas populares que se celebraban antiguamente a la sombra de los olivos, en particular las de San Antón y San Miguel, que ya van, por desgracia, desapareciendo; y Sauce el artículo elogiado por Castejón. Así estos trabajos como los que se leyeron más tarde, son dignos de alabanza y de que se los busque para leerlos en las revistas de aquella época, puesto que todos fueron publicados. Yo sólo he de insertar, por convenir a la mejor inteligencia de mi historia, el del impresionista Sauce, dejando la apreciación de su mérito al buen juicio del que leyere. Helo aquí:

 

JUANICO EL CIEGO (TRAGEDIA VULGAR)

Hace algunos años iba por las calles de Granada un pobre ciego, llevando de la mano a una  niña preciosa. Aunque vivía de la caridad pública, no era mendigo callejero. Si algún transeúnte le ofrecía una limosna, él la aceptaba, diciendo:

«Dios se lo pague y Santa Lucía bendita le conserve la vista»; pero pedir, no pedía nunca, porque tenía casas conocidas para todos los días de la semana, en las que recogía lo suficiente para vivir.

Llamábase Juan de la Cruz, y todos le decían Juanico el Ciego o Juanico el Malagueño-, la niña que le servía de lazarillo era hija suya y se llamaba Mercedes, y ambos formaban una pareja muy atractiva.  Juanico no era un pobre derrotado y miserable,  de esos que inspiran tanta repulsión como lástima, sino que iba siempre limpio como los chorros del agua. Vestía invariablemente un traje de tela de lavar muy blanca, y sólo en los días en que apretaba mucho el frío se ponía encima de su vestimenta veraniega una cazadora remendada, de color pardusco, con coderas de paño negro y adornos de trencilla muy deshilachados.

Era hombre todavía joven y podía pasar por buen mozo. Se había quedado ciego de la gota serena, y sus ojos, aunque no veían, parecían ver. Eran ojos claros y sin vista, que daban al rostro una expresión noble y grave, realzada por el esmero que ponía Juanico en ir siempre muy bien afeitado.

La hija del ciego, Mercedillas, era un primor de criatura, a la que muchos de los que socorrían al ciego hubieran gustosamente recogido para quitarla de aquella vida peligrosa.

— Esta niña va siendo ya grande — le decían.

— ¿Qué va usted a hacer, Juanico, con ella cuando crezca un poco más? Sería una lástima que esta criaturica tan mona se le echara a usted a perder.

— Ya veremos, ya veremos — decía el ciego; — no tiene más que diez años; todavía es una mocosa.

Y estaba siempre preocupado con lo que había  que hacer con aquella niña, que era lo único que tenía en el mundo y que para él era más que una hija: era su alma y el único testigo de la historia dolorosa que el infeliz ciego llevaba incrustada en todo su ser.

Nadie hubiera dicho al verle tan calmoso y al parecer, tan contento, que aquel hombre vulgar llevaba a cuestas el recuerdo indestructible de una terrible tragedia.

Juan de la Cruz había nacido en Málaga, en el barrio del Perchel, y quedádose huérfano de padre y madre cuando era muy niño. Una familia pobre le recogió y le crio, auxiliada por otras familias del barrio. El muchacho creció como planta silvestre, sin que nadie se cuidara de dirigirle; pero debía de ser naturalmente bueno, pues desde que pudo trabajar quiso aprender un oficio, y no á uno, sino á varios se aplicó con la mejor voluntad.

Estuvo en una carbonería, metido entre el carbón y el cisco, basta que, harto de tizne, se

decidió a entrar de aprendiz en una cerrajería, deseoso de tener un oficio formal, y, por último, se dedicó a zapatero.

Se había establecido entonces en Málaga, en un portalillo de mala muerte un zapatero llamado Paco el Sevillano, con tan buena suerte, que muy pronto tuvo necesidad de meter quien le ayudara.

Juanico fue el primero que entró en aquella casa, y no tardó en pasar de aprendiz a oficial y en disponer de un salario seguro, con el que pensó desde luego que podría casarse y tener casa propia.

 — Pero el noviajo que tienes con la Perdigona — le decía algunas veces su amo — ¿es cosa formal?

— ¿Que si es formal, D. Paco? — respondía él. — Ya lo verá usted en cuanto salga libre de quintas, si salgo. Creen que no es formal porque mi novia es hija del borrachín de su padre; pero nadie puede elegir familia, y la Mercedes vale más oro que pesa.

En esto llevaba razón Juanico, porque su novia, a la que él le hablaba desde muchacho, era la flor y nata del Perchel, y digna, por lo guapa, hacendosa y decente, de casarse, no ya con un oficial de zapatero, sino con un título.

 Cuando a Juanico le tocó ir a servir al Rey estaba en su golfo la guerra de Cuba, la de los diez años, y quiso la mala suerte que a él le tocara pasar el charco. Y allá se fue, jurando antes a su novia que si no lo mataban volvería y se casaría con ella, y ella le juró que lo esperaría aunque fueran veinte años, pues, o se casaba con él, o no se casaba con nadie. Porque entre ellos no mediaban sólo palabras, sino compromisos graves, y a decir verdad, más que novios eran marido y mujer, pues a los seis meses de irse Juanico tuvo la Mercedes una niña, que era el vivo retrato de su padre.

En los apuros que pasó la muchacha durante la ausencia de su novio y marido contó con la protección de D. Paco, que era hombre de muy buenos sentimientos. Trabajaba la Perdigona en todo lo que le salía, y cuando más ganaba era cuando llegaba «la faena», la época del embale de las naranjas para la exportación; pero esto no era fijo, y D. Paco la decidió a que trabajara para la zapatería, que ya no era el primitivo portal, sino una tienda muy grande, convertida después en el establecimiento casi lujoso de La punta y el tacón, uno de los más populares de Málaga.

Mercedes aprendió pronto el oficio de aparadora, y andando el tiempo pudo emanciparse del yugo de su padre, que le daba muy mal trato, y vivir sola con su niña, sin salir más que a compras o a entregar su tarea.

— Cuando venga tu marido — le decía el amo— vais a estar mejor montados que el Gobierno.

Dos jornales seguros, y luego lo que él traiga.

 — ¿Cree usted que traerá cuartos? — preguntaba Mercedes. — Lo que yo quiero es que venga pronto  y que no me lo hayan cambiado, porque algunos vuelven con unos humos …

Volvió, en efecto, Juanico, y volvió con humos.

Los primeros días daba pena de oírle mezclar en su lenguaje natural algunas palabras nuevas que había recogido al revuelo, y hablar de su «masita » como si trajera un moro atado. Pero á pesar de todo, Juanico era franco y no contaba hazañas fingidas. El había salido muy poco a operaciones, y aunque había sentido las balas cerca, disparadas por enemigos invisibles, no se había echado jamás a la cara un insurrecto. Estuvo casi siempre en un ingenio al que nunca se aproximó el enemigo; los propietarios de la finca eran muy generosos y le habían tratado a él y a sus camaradas a cuerpo de rey; había ahorrado el plus de campaña y un poco más; y, en resumen, al terminar la guerra se halló con una pequeña fortuna.

Aunque la mayor parte estaba en pagarés, en los que perdió más de la mitad, le quedaron libres unos ocho mil reales, largos de capellada; para él casi un capital.

— Ahora lo que debes hacer — le dijo el amo, que le recibió con los brazos abiertos, — es comprar con ese dinero una casa para vivirla. Tú no sabes lo que vale no tener que pagar casa. Luego sigues trabajando aquí, si quieres, y te casas con la que es ya tu verdadera mujer, que es una mujer para un pobre, y si llega el caso para un rico, porque te aseguro, ahora que la he tratado, que la Mercedes es una perla. Mi mujer la quiere como si fuera de la casa, y tiene empeño en ser la madrina.

 — Ya veremos, ya veremos — contestó Juanico.

— Yo había pensado establecerme.

— Pues si lo haces ándate con ojo, no vayas a perder tontamente lo que te ha costado exponer la salud y la vida.

Juanico no lo decía; no se atrevía a decirlo. Pero desde que llegó a Málaga y fue a ver a sus amos, tenía el diablo en el cuerpo. Había visto a Manuela, la hija de los zapateros, que cuando él se fue estaba recién vestida de largo, y ahora estaba hecha una mocetona, y al verla había tenido una idea, que debía ser la causa de su perdición.

Menos mal si se hubiera enamorado; esto tendría disculpa. No se enamoró, sino que sintió el deseo de igualarse a sus antiguos amos. Mercedes era al fin y al cabo la Perdigona, y aunque él la quería, ya, después de ver mundo, comprendía que el querer es una farándula. Lo esencial era tener patacones y mezclarse con buena gente para tomar la alternativa y darse aires de caballero.

Todo esto lo tendría él, ó podría tenerlo, estableciéndose y casándose con Manuela. Mercedes era más guapa, eso sí; pero Manuela era una señorita bien educada, y la educación vale más que la guapeza.

 — La única dificultad — decía — está en este maldito compromiso. Si yo fuera libre del todo. Pero con este lío estoy como si estuviera casado, y hasta con una hija, que, aunque no lleva mi apellido, es mía; esto no hay perro ni gato que no lo sepa.

Estas cavilaciones le agriaban el carácter a Juanico, y Mercedes era la que pagaba los vidrios rotos. Comenzaron los insultos, y vinieron después los golpes; al principio no hablaba claro, porque comprendía que no llevaba la razón; pero después su egoísmo se hizo tan brutal que a todas horas estaba describiendo el cuadro de dichas y prosperidades que él podía disfrutar casándose con la hija de los amos; la conclusión era siempre maldecir el día y la hora en que conoció a la Perdigona a la que muchas veces, no contento con maltratarla, la echaba con su hija a la calle.

Tomó, por fin, en traspaso una zapatería bastante desacreditada, y entonces se fue a vivir solo, para hacer ver que la Mercedes era para él cosa de pasatiempo, y comenzó á propalar él mismo, ya que no se atrevía a decirlo directamente, que estaba en relaciones formales con la hija de don Paco. No por esto dejaba de visitar a Mercedes y de martirizarla, como si se hubiera propuesto quitarle la vida a disgustos. A dejarla no se atrevía, y a decir verdad, no sería capaz de hacerlo, pues de pensar que ella pudiera irse con otro hombre, los celos se lo comían. Ya dije que a Juanico se le metió el diablo en el cuerpo; sólo así se explica este amor que él sentía realmente por la Mercedes y este deseo de quitársela de encima y este afán de matarla poco a poco para que nadie le sucediera en el corazón de aquella infeliz mujer.

Aunque él era tosco, a veces se echaba una ojeada por dentro, y se veía tan bajo y tan ruin, que se arrepentía, y pensaba que quizás sería mejor casarse con Mercedes y trabajar los dos unidos en la tienda y prosperar y ser muy ricos sin deberlo al auxilio de nadie. En estos momentos cogía a Mercedillas en brazos y la mecía, y la arrullaba, y se echaba a llorar, y le bañaba al angelito el rostro con lágrimas, mientras la madre viéndoles venía y los abrazaba a los dos, y decía:

 — Juan, tú eres bueno, tú eres siempre el mismo. Ayer le recé a la Virgen para que te quite esos fantasmas de la cabeza.

Pero después volvía a aparecer el fantasma, y  con que Juanico fuera un momento a casa de don Paco, y viera a Manuela, y formara de nuevo su castillo de naipes, volvían los malos tratamientos, y cobraba mayor brío la idea fija que atormentaba al ambicioso desventurado:

 — Aunque yo fuera inmensamente rico nunca sería nada, porque al fin Mercedes sería siempre la Perdigona.

E1 martirio de esta no podía ser eterno, y un día, cuando menos lo esperaba Juanico, la víctima anocheció y no amaneció. No se fue con nadie, sino que se fue derecha a una casa de mal vivir; no pudo irse con nadie, porque a nadie le había hecho nunca caso, aunque no faltó quien la solicitara, y al irse se fue a la primera casa que le abrió las puertas. Así, aun hundiéndose en el vicio, podía decir la Perdigona que había sido fiel a su amante. Otra mujer hubiera pasado de mano en mano, como zarandillo de bruja; pero la Mercedes no era una mujer como las otras, era mucho mejor; y cuando vio que el hombre a quien ella quería era tan malo, pensó que los demás serían peores, y sin repetir la prueba se tjró al barro. Y Juanico no la buscó, y aunque la quería, no sintió celos. Quizá si se hubiera ido con otro la hubiera buscado para matarla.

E1 vulgo se puso de parte de Juanico. Veía en él un buen hombre, que, a pesar de haber vuelto con dinero, no había querido abandonar a la Perdigona, y el pago que había recibido era que ésta hiciera al fin de las suyas. La cabra tira al monte, y Mercedes era de mala casta para que saliera buena. Hasta se comprendía ahora la razón de las palizas que Juanico le propinaba a diario, y que sin duda serían para corregirla. Pero todo había sido inútil. ¡Condenadas mujeres!

 Sólo D. Paco no se dejó engañar; y aunque nada dijo por lo pronto, cuando supo que Juanico pregonaba por todas partes que era ya cosa decidida su casamiento con Manuela, le llamó á capítulo y le habló con su cachaza de costumbre:

— Oye tú, Juanico, ¿es cierto que andas por ahí anunciando que te vas a casar con mi hija?

 — La gente dice lo que le da la gana — contestó Juanico. — ¿Qué más quisiera yo? Pero…

 — Cuando corren las voces por algo será — le interrumpió D. Paco. — Nadie más que tú tiene interés en decir esas cosas, y, la verdad, me ha escocido que tengas tan poco respeto a esta casa. Tú tienes tu mujer, porque, aunque no os hayan echado las bendiciones, para mí esto no compone nada, y la Mercedes es mujer tuya y madre de tu hija Yo he sido pobre y no te despreciaría por cuestión de intereses; pero aunque trajeras el oro y el moro te pararía los pies y te haría volver a tus obligaciones.

 — Pero D. Paco — replicó Juanico, — parece que no sabe usted lo que esa mala pieza ha hecho conmigo; para mí ella es ya como una piedra que se va a lo hondo del mar. ¿Qué quiere usted que yo haga con una mujer tan sinvergüenza?

— Mercedes era buena como el pan, y tú la has hecho mala— contestó D. Paco. — ¿Crees tú que yo no entiendo la aguja de marear? Yo sé lo que tú has hecho con esa infeliz. No te digo que la recojas, porque esta es cuenta tuya. Déjala si quieres que corra su mala fortuna y tú arréglate a vivir con tu hija como Dios te dé a entender. Yo te he querido siempre, porque eras un buen muchacho; pero ahora te veo con malos ojos, sin poderlo remediar, y lo único que te pido es que no aportes más por las puertas de mi casa. Mucho me duele decírtelo, pero no me gusta hacer dos caras.

— Pero D. Paco— suplicó Juanico temblando, — eso es como quien dice leerme la sentencia de muerte. Yo, que no he tenido nunca más padre que usted.

— ¡Quién sabe si más adelante — dijo D. Paco, — volveremos a ser lo que éramos! Yo hablo de ahora, y ahora no quiero que pongas más los pies en mi casa.

Fue aquel día el más amargo de la vida de Juanico. No sólo porque vio que todo el mal que había hecho era inútil, sino porque las palabras de D. Paco le parecían la voz de su propia conciencia. Aquella noche no durmió asustado de la soledad en que se encontraba y atormentado por el bullir de la sangre que parecía arderle en las venas. Por la mañana notó cierto malestar en los ojos, y vio que la casa se iba poniendo obscura como si volviera a anochecer. Se levantó y abrió las ventanas, y aun veía menos; y, por último, no vio nada.

Despertó a Mercedillas, y comenzó a hacerle preguntas, sin que la criatura comprendiera lo que le preguntaban; después llamó a una vecina, que era la que venía a limpiarle el cuarto, a guisar y a tener cuidado de la niña, y la vecina tampoco supo darle explicación de aquella repentina ceguera. Los ojos estaban naturales, aunque un poco apagados y como eclipsados; pero á primera vista no se notaba cambio alguno. Y sin embargo, Juanico estaba ciego para siempre.

Todo lo que tenía, y aun lo que le dieron por el traspaso de la tienda, lo gastó en curarse, y no se curó.

 — Cuando yo tenga vista — decía — volveré a trabajar en casa de D. Paco y me dejaré de negocios. Cada uno nace para lo que nace, y yo he nacido para ganar un jornal y vivir con él, sin meterme en más ambiciones. Al menos si yo tuviera ahora una mujer que se interesara por mí.

Y a fuerza de darle vueltas en su majín a este pensamiento, decidió un día mandar a buscar a la Perdigona.

No se hizo esta rogar y vino en seguida, deseosa de ver a su hija, a la que todavía no le había perdido la calor. No así a Juanico, a quien casi lo tenía olvidado. Entró por las puertas del pobre cuarto y lloró al ver a su niña, a la que se abrazó fuertemente, en tanto que Juanico las buscaba a las dos y se cogía a ellas, diciendo:

 — Ya me daba el corazón que tú eras de ley y que vendrías. Mira la desgracia que ha caído sobre mí. Este es un castigo del cielo por lo mal que lo hice contigo. Pero ahora ya soy otro, y si Dios quiere que me cure, yo te juro que nos casaremos y que seré mejor que nunca.

 — Válgame Dios — exclamó la Perdigona, — ha sido menester que te quedes ciego para que me quieras.

 — Yo siempre te quise — contestó Juanico, — eso te lo juro por la salud de la niña. Fue una mala hora que me vino, y ya ves qué caro lo estoy pagando.

A1 decir esto, Juanico abrazaba contra su pecho a la Mercedes y sintió un olor penetrante a almizcle que tiraba de espaldas; fue a besarle la boca y le dió en el rostro una tufarada de tabaco.

Quizás debió alegrarse de estar ciego para no ver el cambio que en unos cuantos meses había sufrido el rostro de aquella desventurada mujer. Así Juanico no la veía como ahora era, sino como antes fue, y lo único nuevo que notaba en ella eran los perfumes del vicio.

— ¿Qué olor endemoniado es ese que traes? — la preguntó. — Lávate y quítate eso de la cara.

Ella cogió una jofaina y se lavó con agua clara, y comenzó a soltar la costra que se había ido formando de rodar por los lupanares. Pero los estragos que había sufrido por dentro, éstos no se limpiaban con agua; y aunque la Perdígona quiso de buena fe volver a ser la Mercedes de antes, no pudo conseguirlo, en parte porque ya había adquirido algunos malos hábitos, y más aún porque ahora nadie la respetaba.

Juanico se casó con ella por tenerla más segura y por legitimar á Mercedillas. Él, por hacer algo, se dedicó a hacer soga, y Mercedes volvió a aparar en la zapatería de La punta y el tacón.

Lo que debió ser antes era ahora, y el matrimonio vivía feliz. Juanico, escarmentado por la desgracia, era un santo para su mujer, y ésta parecía resignada con su cruz; a veces le entraban deseos de romper la cadena ó de divertirse con unos y con otros; pero pronto se arrepentía de sus malos pensamientos por lástima de su marido y porque, al volver á la vida honrada, se le iba despertando de nuevo su antigua dignidad.

Sin embargo, después de algún tiempo de cumplir bien comenzó a torcerse. Era buena con su marido, pero sentía, sin explicárselo, un secreto deseo de venganza. Parece que una fuerza misteriosa la impulsaba a engañar al pobre ciego, no por gusto, sino más bien por necesidad de realizar una obra de justicia. La pérdida de la vista era un castigo que borraba las culpas de la soberbia, pero no un castigo de las villanías de que la Perdigona había sido víctima. Ella había sufrido antes y ahora y siempre, sin culpa, y tenía sed de desquitarse; y como no acertaba á hallar el medio de tener goces en la vida, se consolaba faltando a sus deberes, a disgusto , sólo por ser acreedora a pasar las penas que pasaba. En el alma de aquella mujer se había incrustado tan honda y ferozmente la idea de justicia, que, por parecerle injusto sufrir siendo buena, quería sufrir siendo mala.

Juanico lo adivinaba todo y callaba. Un día  oyó subir a su mujer por las escaleras, y le pareció que no venia sola, y tuvo la idea de esconderse en una alacena, aprovechando la coyuntura de estar la chiquilla fuera, en casa de unos vecinos. Entró la Mercedes, y como no vio a nadie en la casa, salió un momento a avisar a su acompañante, que ora un oficial de zapatero, llamado Bautista, muy amigo de Juanico.

 — No hay nadie — dijo la mujer. — Habrá salido con la niña a dar una vuelta.

 — ¿Estás segura? — preguntó Bautista, a quien el ciego conoció al punto por la voz.

Entraron en el dormitorio, y Juanico, loco de rabia, comenzó a buscar a tientas en los vasares del fondo de la alacena algunas herramientas de zapatero que él recordaba haber puesto allí; tropezó al fin con una cuchilla larga y tan fina por la punta que parecía una daga; la empuñó con fuerza, salió con sigilo de su escondite y se acercó andando muy quedo a la puerta de la alcoba; se detuvo un momento para escuchar y orientarse, y oyó tan bien, que casi se figuraba ver a los adúlteros. Entonces penetró como un rayo en el aposento y comenzó a dar cuchilladas en el lecho, en el aire, en las paredes. Así estuvo no se sabe cuánto tiempo. Las víctimas debieron de gritar, pues acudió el vecindario y la policía; pero cuando echaron abajo la puerta no hallaron vivo más que al ciego, que aún empuñaba en la diestra la cuchilla ensangrentada. En medio de la sala estaba Bautista el oficial con la cabeza cortada a cercén, y sobre el lecho la Perdigona acribillada y destrozada que casi no era posible conocerla.

Juanico fue a la cárcel, pero la justicia de los hombres le absolvió, y el mundo le absolvió también; porque el mundo y la justicia no veían más que la falsía de la mujer y la bondad del hombre que había recibido aquel ultraje en pago de la nobleza con que quiso regenerar a una mujer perdida. Pero Juanico se juzgaba de otro modo, y cuando libre ya se vio solo en su cuarto, pensaba: La pobre de Mercedes ha sido mala, es verdad pero ¿por qué fue mala? Y diciendo esto se abofeteaba el rostro y se gritaba a sí mismo: ¡canalla!

No quiso Juanico seguir viviendo en Málaga, y, sin dar cuenta á nadie, cogió consigo á su hija y se vino a Granada con ánimo de dedicarse a pedir limosna. Ya había tomado algunos informes, y cuando llegó se fue derecho a la cuesta de la Alhacaba, y allí acomodó una casucha con los cuatro trastos que traía. Comenzó a adquirir relaciones, y como era mendigo decente y bien portado, casi daba gusto de socorrerle, aparte la obra de caridad. Pero Juanico no era ya ambicioso, y pedía sólo para vivir; se contentaba con las casas que fue adquiriendo y dejaba a otros menos afortunados el mendigar por las calles.

Cuando su hija fue demasiado crecida para servir de lazarillo iba Juanico solo, llevando un perrillo atado de una cuerda. Mercedicas se quedaba en casa y el ciego procuraba estar fuera muy poco tiempo, pues sn temor constante era que le ocurriera algo a aquella criatura. Como la Alhacaba. no era sitio seguro decidió también mudarse, y se vino al Barranco del Abogado, donde alquiló una cueva que tenía por delante un pequeño chamizo que le daba el aspecto de casa. La vecindad de este lado de la población tampoco era muy recomendable, pero no había casas de trato ni soldadesca; había gitanos, pero a la gitanería no le tenía miedo Juanico, porque los gitanos no roban muchachas.

Salía por las mañanas a recorrer su parroquia del día, encargando a su hija que se estuviese encerrada. De vuelta se entretenían los dos en contar los ochavos, comer y charlar, y los domingos echaban una cana al aire yéndose a pasar el día al campo. Cuando vivían en la Alhacaba iban a las caserías del camino de Jaén, y en el Barranco,

por estar más cerca, se iban a los ventorrillos del camino de Huétor. Pedían un jarro de vino, un plato de aceitunas, roscas tiernas y una torta salada para la niña, y a veces también, si había limosna extraordinaria, pescado frito ó chorizos extremeños, bocado favorito del ciego. Se sentaban a la sombra de un olivo y merendaban con sosiego y beatitud, salvo que Juanico se sobresaltara alguna vez cuando oía que alguien celebraba  la belleza de su hija.

— Mercedes, ¿quién es el que te ha dicho eso? — preguntaba el padre.

Y la hija respondía casi siempre:

— Es un señor viejo; yo no le conozco.

En un ventorrillo vio a Mercedes un señor casi viejo que iba a remachar el clavo que Juanico llevaba atravesado en el corazón desde el día pie mató a su mujer. Llamábase D. Gonzalo Pérez Estirado, y era de Sevilla; mejor dicho, era montañés, establecido desde muy joven en Sevilla, donde había ganado una regular fortuna.

Estaba retirado de los negocios, y vivía de sus rentas, sin pensar más que en darse buena vida. Había sido siempre el señor Estirado un buen hombre, aficionado a los goces de la vida doméstica, y condenado a no lograrlos nunca porque su mujer era de las que toman las enfermedades como cosa de entretenimiento, y aunque nunca tuvo enfermedad formal, milagro era la semana que no la visitaba el médico.

Su marido, harto de tantas impertinencias, se acostumbró insensiblemente á buscar distracción fuera de casa, y con los años sucedió que no podía vivir sin tener, además de su mujer, una protegida, cuando no eran varias. De esta suerte, el señor Estirado, que había nacido para ser un modelo de cónyuges, se transformó, por culpa de su mujer, en hombre de apaños y tapujos; pero aun así fue siempre un hombre de bien, que ni arruinó

su casa, ni dió escándalos, ni cometió graves tropelías. Sus devaneos estaban, como todas sus cosas, sometidas a un presupuesto rigoroso. Debajo del capítulo donde inscribía la suma con que contribuía a las procesiones de Semana Santa, estaba el capítulo destinado a la protección de doncellas desvalidas; y ambas cantidades eran fijas, aunque en caso de apuro el señor Estirado era capaz de sisar algo a las procesiones en beneficio de las  doncellas.

Fue invitado el ilustre y simpático montañés a pasar unos días en Granada por un amigo y paisano que estaba establecido en esta ciudad; vino en el mes de Mayo, y se halló aquí tan a gusto que los días se convirtieron en semanas. Como se hospedaba en casa de su amigo, los dependientes de la tienda de comercio se encargaron de llevarle por todas partes para que no le quedase nada por ver.

En una de estas excursiones conoció el señor Estirado a Mercedes, y apenas la vio la echó el ojo y se propuso no dejarla escapar. Su idea no era mala, puesto que, al saber que aquella niña era hija del mendigo, pensó recogerla a ella y a su padre, para que éste no tuviera que pedir más limosna y para hacer de la hija una señorita de mérito.

No quería el señor Estirado perder el tiempo, y decidió valerse de una mujer hábil en oficios de tercería, cayo nombre y señas le dio uno de los dependientes. Era ésta una mala vieja, conocida por el apodo de la Gusana, y vivía en el Plegadero Alto, cerca de la parroquia de San Cecilio; tenía fama de alcahueta , y su fama no era usurpada, sino fundada en una brillante hoja de servicios, que tiempos atrás hubieran bastado para que emplumaran a la bruja.

E1 señor Estirado se avistó con ella, y en pocos minutos estuvo firmado el pacto de tercería mediante la oferta de veinticinco duros, de los que cinco fueron adelantados en señal. Y la Gusana comenzó aquel mismo día sus indagaciones, y supo cuanto tenía que saber sobre las entradas y salidas del ciego para trabajar sobre seguro.

No desplegó ningunas artes nuevas, sino las eternas y conocidas de la adulación y los ofrecimientos, y Mercedes se dejó embaucar como cualquiera otra muchacha se hubiese dejado en las condiciones en que ella se encontraba. ¿Qué iba a hacer ella el día que le faltara su padre? ¿Irse a servir y a penar bajo el poder de indecentes señoritos que tampoco la respetarían? ¿Ajarse a fuerza de fregar y barrer, cuando tenía una cara como una rosa de Mayo y era digna de vivir metida en un fanal? Siquiera el señor Estirado era un honrado caballero, que sería como un padre para la muchacha; se la llevaría a Sevilla y le daría educación, y quién sabe si se casaría con ella y le dejaría toda su fortuna, puesto que no tenía hijos y se iba á quedar pronto viudo, porque la mujer estaba, como quien dice, dando las boqueadas.

Lo más doloroso para Mercedes era abandonar a su padre; pero esto sería por muy poco tiempo, pues en cuanto el ciego se hiciera cargo de la razón se iría también a Sevilla y no tendría que mendigar más.

Salió el ciego una mañana, y cuando volvió se encontró el nido sin pájaros. Pero lo que no averigüe un ciego no lo averigua nadie, sobre todo si el ciego tiene un perrillo de buen olfato. Aquel mismo día supo Juanico toda la verdad. Supo que su hija había ido a la estación, y supo que iba camino de Sevilla en compañía de un señor muy respetable; le dió la corazonada de que el ladrón era uno que había hablado con Mercedes en un ventorrillo, y por el ventorrillero supo quiénes eran los dependientes que con el ladrón iban y la tienda en que estaban. Todo lo supo excepto el nombre de la alcahueta, porque la Gusana era maestra en su arte y no dejaba nunca ningún cabo suelto.

Pensó Juanico ir a Sevilla; pero cuando se fue enterando de las buenas prendas que reunía el señor Estirado, y de que aquella desgracia quizás haría la felicidad de su liija, dejó que a ésta se le cumpliera su sino. Mucho le dolía verse tan solo, sin más compañía que el perrillo; algunas veces lo abrazaba y besaba diciendo:

— ¡Por qué no dispondrá Dios que sean perros los hijos que tenemos los hombres!

Así resumía el pobre ciego su idea menguada de la humanidad.

Mas para colmo de desventura hasta el perro le faltó, porque aquel verano cogió la estricnina en la calle y murió después de una agonía horrible. También Mercedes había muerto para su padre, porque le dieron el veneno de la seducción envuelto en palabras melosas. La muerte del perro fue la gota que hizo rebosar el vaso de la amargura, y aquella misma noche decidió Juanico dar fin a su calvario.

Por los Mártires, tanteando con su cayado, se encaminó a la placeta de los Aljibes; se acercó al Cubo de la Alhambra y escuchó para convencerse de que no había nadie. Se subió en el pretil, y enarbolando el grueso garrote lo blandió con furia y lo lanzó al aire como si quisiera dar un palo a los cielos. Oyó el eco de un golpe, por el que midió lo hondo del abismo que tenía delante, y entonces, con una audacia sobrehumana, sin que le impusiera temor aquel vacío, se echó a volar con los brazos abiertos. Y como Juan de la Cruz iba siempre vestido de blanco, al verlo en el aire se hubiera dicho que no era un hombre, sino una cruz blanca que caía a la tierra.

A poco se oyó en el silencio de la noche un lamento que no parecía proferido por una garganta. Era como un lamento de la tierra al chocar con un hombre.

Y no se oyó nada más.

— Bravo, bravísimo — gritó el poeta Moro, que era el más entusiasta de la reunión. — Eso es hermoso, fuerte y definitivo. Sauce, eres un barbián.

— ¿Qué le parece a usted esa tragedia, señor  Cid? — preguntó Miranda con aire satisfecho.

— Me parece admirable — contestó Pío Cid, — tanto ó más quizás que a todos ustedes, porque yo conocí a Juanico el ciego y le veo ahora retratado de mano maestra.

— ¿Usted le conoció? — preguntó Sauce con interés.

— Digo que le conocí — afirmó Pío Cid con misterio, — y no sólo le conocí, mío que sabía la historia que usted nos ha contado y algo más que usted acaso no sepa.

Y ante el movimiento de expectación de la asamblea. Pío Cid comprendió que iban a rogarle que contara lo que sabía, y antes que se lo rogaran lo contó en los términos siguientes:

— Juan de la Cruz iba a mi casa, y le llamábamos el ciego de los lunes. Yo hablé con él muchas veces y mi madre hacía subir casi siempre a Mercedillas para darle algunas prendas de vestir, pues estaba enamorada da la bondad y de la modestia de aquella niña, que entonces no tendría arriba de seis ó siete años.

Juanico le contaba a todo el mundo su historia, pero no decía nunca que hubiera matado a su mujer, sino que ella le abandonó. Sin embargo, nosotros supimos la verdad, porque un día vino a buscar a mi padre un señor de Málaga, que se extrañó de ver al ciego a la puerta, y nos dijo que aquel pobre era paisano suyo, y que había huida de su tierra a consecuencia del crimen que había cometido. Es hombre de historia — añadió, — y el pobre parece que tiene maldición porque es hijo del crimen. Aunque no tiene apellido se sabe, ó por lo menos lo decía la mujer que lo crió, que su padre era un caballero muy rico, que después de una vida licenciosa se encastilló en una de sus posesiones acompañado de una hija que había tenido, se ignora con quién, aunque de fijo no sería con ninguna mujer buena. Dicen, no sé si esto será verdad, que el padre se enamoró de su hija, y que el fruto incestuoso de estos amores fue Juan de la Cruz.

Yo estudiaba entonces literatura clásica, y se me ocurrió sin esfuerzo comparar al ciego y a su hija con Edipo y Antígona, y aún recuerdo que empecé a componer una relación en la que además de lo sucedido ponía yo nuevas calamidades, algunas de las cuales ocurrieron, según se desprende de la última parte de la tragedia que hemos escuchado; pues yo suponía que Antígona, ó Mercedes, era engañada por un Tenorio canallesco de los que ahora se estilan; que el ciego se suicidaba desesperado y que Mercedes se quitaba la vida también, juntamente con un hijo que tuvo.

Porque mi idea era demostrar que después de la proclamación de la ley de gracia, hecha por Esquilo en su trilogía de Orestes, y aun después de la redención del género humano, realizada en el Gólgota, continuaba regido el mundo por la ley de sangre, y era necesario, fatal, que Juan de la Cruz y su descendencia, y los que a él se ligaran, todos perdieran violentamente la vida.

— Me ha dado usted una gran idea — dijo Sauce, — y creo que voy a modificar mi artículo, para añadir lo referente al nacimiento del ciego y explicar así sus infortunios por la influencia de esa irremediable fatalidad.

— Me parece bien que lo hagas — añadí yo, — porque, a mi juicio, la clave del trabajo está en el nacimiento, no porque fuera criminal, sino porque siendo Juan de la Cruz hijo de un caballero rico, se explica la ambición, que le acometió de repente, de ser rico y caballero.

— Yo opino al contrario — replicó Pío Cid; — que lo mejor es no cambiar punto ni coma en ese trabajo.

Tal como está es como un tajo de carne cruda, y si se hace la alusión a la leyenda de Edipo, parecerá que el artículo está calcado en la tragedia clásica. Y luego que no bastaría añadir unos párrafos por el principio, sino que habría que rehacer todo el artículo, porque al tomar cierto corte clásico exigía líneas más severas y habría que suprimirle algunos rasgos demasiado realistas. Cuando un escritor cambia de punto de vista, ha de cambiar también de procedimiento, y si tiene la obra a medio hacer, no debe de remendarla, sino destruirla y hacer otra nueva.

Cada cual dio su parecer, y la mayoría estuvo conforme con Pío Cid, y Sauce se convenció al fin de que lo mejor era no tocar al artículo.

Entonces me tocó a mí el turno, pues mis amigos quisieron que les leyera un poemita que les dije que había compuesto. A mí me tenían en la reunión por periodista, con mis puntas de político o de sociólogo; y no sé si a causa de ese prejuicio, o porque mis versos fueran malos de verdad, me condenaron sin apelación a escribir toda mi vida artículos de fondo; pues, como decía Gaudente el viejo, no se debe mezclar el verso con la prosa. El poemita en cuestión era endeble, como primerizo, y lo rompí en un momento de coraje; pero daré idea del asunto por si otro poeta puede escribir sobre él con mejor plectro. El título era Bodas de Genilio y Daura, y su complexión puramente descriptiva y casi dijérase hidrográfica, puesto que se describía el curso del Genil y del Dauro, desde su nacimiento hasta que se juntan en Granada, y el viaje que emprenden, ya unidos, por toda Andalucía, hasta que, mezclados con otros ríos, pero sin confundirse con ellos, van a morir en el mar. Sin embargo de la gran importancia que tenía la descripción, lo esencial no era lo descriptivo, sino lo simbólico. Imaginaba yo las márgenes del Genil pobladas de ninfas de cabellera negra, quemada por el sol. Una de ellas se enamora del astro del día, recibe un beso de él y engendra un hijo, Genilio, que es proclamado rey de las ninfas morenas. Las márgenes del Dauro a su vez estaban habitadas por geniecillos rubios, casi albinos, por vivir siempre a la sombra de las avellaneras. La luna se enamora de un geniecillo, y desciende una noche y da a luz en las aguas de un remanso una hija, Daura, que es proclamada reina de los geniecillos rubios. Genilio y Daura viven en perpetua orgía; pero no son felices, porque les falta lo más bello que hay en la vida: amor. Genilio, rodeado de morenas, desea amar a una ninfa rubia, y Daura, rodeada de rubios, sueña continuamente en un geniecillo moreno. Ambos se adivinan, aunque los separa la montaña roja, la Alhambra; ambos se aman sin haberse visto, y el amor les impulsa a ponerse en movimiento con sus cortejos respectivos de geniecillos y ninfas. Júntanse los dos amantes y las dos comitivas, y comienza el alegre viaje de bodas; cuanto más andan, la algazara es mayor, porque se agregan nuevos convidados; pero la tierra que van dejando atrás se va quedando muy triste. Genilio y Daura derraman la alegría por todo el suelo andaluz; pero esta alegría la han robado a Granada, y Granada les ve partir como las madres que despiden a sus hijos en el viaje de novios.

Éste era el poema en sustancia, y tengo el orgullo de estampar aquí que Pío Cid, aunque nada aficionado a los simbolismos, fue el único que halló buena mi obra, y en particular la idea, a su juicio felicísima, de poner en la región alta andaluza el ser íntimo, grave, de Andalucía, y en la baja el ser exterior, alegre, y de explicar cómo el uno tiene su origen en el otro. Asimismo me defendió de los ataques que me dirigieron los censores de la asamblea por ciertas libertades métricas que me permití, y aseguró que un poeta sincero está autorizado para poner en los versos el número de sílabas que se le antoje y para colocar el acento donde le dé la gana, pues lo que vale es la emoción, la claridad, la vibración y la sonoridad interiores, espirituales de la obra, y no los perfiles mecánicos que han pasado ya a la categoría de abuelorios.

-¿De suerte -preguntó el poeta Moro, que había censurado acerbamente mi poesía-, que usted no

establece de hecho ninguna diferencia entre el verso y la prosa?

-Existe siempre una diferencia -respondió Pío Cid-. El verso es prosa musical, sin que esto impida que haya poesía en prosa, sin música, superior a la poesía en versos regulares. Los que creen que el verso ha de tener número fijo de sílabas y cierto orden en la colocación del acento, aparte de las asonancias y consonancias finales, son como los partidarios de la música vieja, que no comprenden más que las melodías de organillo y no toleran que en una ópera se pueda hablar musical y humanamente a la vez, sino que desean que los cantantes, como muñecos, vayan saliendo por turno a lucir sus habilidades. Primero sale el tenor y canta una romanza; luego la tiple encuentra al tenor, y sobreviene el dúo; después acude solícita la confidente de los amores, y tenemos el terceto, y, por último, entra toda la familia, y aun el pueblo en masa, y asistimos a un concertante, cuyo final ruidoso pone la carne de gallina. Todo esto es pequeño, y debe desaparecer conforme nazcan hombres capaces de abrazar mayores conjuntos y de ofrecernos escenas de la vida humana en cuadros de mayor amplitud. La gente de cerebro estrecho resiste, pero al fin concluye por comprender lo que al principio no comprendía, y el arte sale ganancioso. Así, pues, los que en una composición buscan la armonía verso por verso, se contentan con muy poco; que busquen la armonía íntima de la obra, que es superior a la del detalle, y que piensen que el oído también progresa y no debe ceñirse eternamente a las cadencias de la métrica antigua.

-Todo eso es muy curioso -replicó Moro, deseando eludir la discusión- y nos aviva más el deseo de oír la composición que usted nos había ofrecido.

-Mi composición -dijo Pío Cid- no está escrita en verso, pues ya le indiqué que sería una receta, y además no me gusta leer en público, y prefiero que lean ustedes mi trabajo en letras de molde, si lo imprimen.

-Ya lo leeremos -afirmó Castejón-; pero eso no quita para que lo lea usted ahora, y así serán dos veces.

-¿Cómo se titula el trabajo de usted? –preguntó Ceres.

-No tiene título -contestó Pío Cid, sacando un pliego de papel de barba con muchos dobleces.

-Eso parece una escritura de arrendamiento –dijo Miranda, viendo que el papel tenía sello de oficio.

-Lo escribí en Aldamar, en casa del secretario Barajas, y no había otro papel a mano -replicó Pío Cid-. Y lo que yo siento no es que el papel sea tan antipático sino que el contenido no surta efecto.

-Pero, hombre -insistió Ceres-, es menester bautizar ese trabajo, porque, digan lo que quieran, el nombre sirve para dar idea de las cosas.

-Este trabajo -dijo Pío Cid- es tónico o reconstituyente del carácter, y es también, por lo menos en mi propósito, el retrato de un hombre de voluntad. Pudiera titularse de muchos modos… Ecce homo, podríamos ponerle, como dando a entender: he aquí el hombre apto para crear obras útiles.

-No está mal ese título -dijo Castejón.

-Pues entonces con él se queda -concluyó Pío Cid, y comenzó a leer:

A rtis initium dolor.

R atio initium erroris.

I nitium sapientiae vanitas.

M ortis initium amor.

I nitium vitas libertas.

-Eso suena a letanía -interrumpió Castejón.

-Será el "despáchese" de la receta -agregó Miranda.

-¡Qué diablo! Cuando se sabe un poco de latín hay que lucirlo -dijo Raudo-, porque su trabajillo cuesta el aprenderlo.

Pío Cid no contestó, volvió a leer los latines pausadamente y prosiguió:

"El aire es utilísimo para la vida. Siempre que se os ponga delante un hombre, debéis recordar este aforismo: un hombre, por mucho que valga, vale menos que el volumen de aire que desaloja."

-Eso me recuerda el principio de Arquímedes –dijo Gaudante el mozo, que había estudiado Física el año anterior.

-Será un principio de Física espiritual -añadió Moro.

"Sin aire no se puede vivir, y sin hombres se puede vivir perfectamente. Los grandes místicos se forman en la soledad, y los grandes filósofos en el silencio. Un hombre sumergido en una numerosa asamblea humana pierde parte de su inteligencia, y la pérdida está en razón directa del número de los congregados. Y esto proviene de la sustitución del aire puro por emanaciones mefíticas, recargadas de ácido carbónico, según dicen los químicos, y de secreciones intelectuales, venenosas siempre, y más las de hombre que las de mujer. La condición esencial de la vida terrestre es el aire, y en las artes plásticas la maestría suprema está en representar los seres respirando. El pintor más grande del mundo, Velázquez, fue un pintor del aire. Si pintáis un monstruo con siete cabezas y catorce patas, y el monstruo respira habéis pintado un ser real; y si pintáis una figura real que no respira, no habéis pintado nada.

"También es importante la luz, porque en ella se funda un criterio permanente de moral. Lo que sale de la sombra a la luz es bueno; lo que huye de la luz y se esconde en la sombra, es malo. La sombra es el ambiente propio de la creación; pero si la creación es noble y espiritual, busca luego la luz. Los amantes que se hablan de amor puro escondidos en la sombra, son como esos timadores audaces que protestan de que se sospeche de ellos cuando llevan en el bolsillo el objeto que acaban de robar. Quizás el amante más espiritual que ha habido en el mundo fue aquel cínico desvergonzado que convirtió en tálamo nupcial las plazas públicas de Atenas.

"De los agentes exteriores que nos rodean, el más molesto es la sociedad; y el arte de vivir consiste en conservar nuestra personalidad sin que la sociedad nos incomode. Hay quien vive en paz sometiéndose a las exigencias sociales, y hay quien vive en guerra resistiéndose a sufrirlas. Lo mejor es someterse en todo, menos en un punto importante, el que más nos interese. En vez de llevar un traje estrambótico y exponernos a que nos apedreen, debemos de ir a la moda, sin perjuicio de marcar nuestro desprecio hacia la indumentaria ridícula de nuestra época por medio de algún detalle caprichoso. Yo no veo inconveniente en que se vaya de levita y sombrero de alas anchas, ni en que se salga sin corbata un día que otro, ni en que lleve al hombro, en lugar de gabán, unos pantalones."

-Pero eso, ¿lo está usted leyendo o inventándolo? - interrumpió Miranda, mientras el auditorio comentaba por lo bajo las alusiones de Pío Cid.

Aquel día Castejón había bebido más de la cuenta, y se había metido la corbata en el bolsillo para que no le fatigara el cuello; lo del sombrero y la levita cuadraba muy bien a Miranda, y del viejo Gaudente se contaba el lance de haber salido un día al paseo con unos pantalones al hombro. Y lo extraño es que Pío Cid había acertado por casualidad, puesto que las alusiones no eran inventadas, como al oírlas habíamos creído, sino que venían escritas en el papel, el cual fue pasando de mano en mano hasta que todos nos convencimos de que el autor no estaba divirtiéndose con nosotros y de que leía textualmente los conceptos allí consignados.

"Estas pequeñas infracciones de la etiqueta - prosiguió Pío Cid- son a veces útiles. Cuando yo iba a la escuela me salí un día sin corbata, y por no volver pies atrás tuve una idea atrevida. Vi en medio de la calle una mata de maíz, arranqué de ella una hoja, y saqué de la hoja una tira, con la cual formé una corbata de lazo. Me la puse, sujetándola bien con el chaleco y la chaqueta, que era muy cerrada, y fui a clase y pasé el día felizmente, sin que nadie notara la superchería. Sólo a última hora un condiscípulo, que era el más tonto de la escuela y el hazmerreír de todos, se fijó en mi falsa corbata e hizo correr la voz para que se burlaran de mí los escolares. Y yo sufrí la burla, pero descubrí una verdad, muy valiosa en estos tiempos en que se cree que la sustancia del arte es la observación: la observación, como todo, puede ser buena o mala, y hay observadores tontos y discretos; pues lo esencial no es observar, sino lo que se observa. De esta suerte, un hombre (o un niño) que osa cometer una discreta extravagancia, da a entender que es fuerte y que se atreve a quebrantar los estatutos de la moda y aun los de la urbanidad, si a mano viene, y de paso lleva en sí una piedra de toque para aniquilar a sus prójimos o para descubrir verdades trascendentales. El carácter humano es como una balanza: en un platillo está la mesura, y en el otro la audacia. El mesurado tímido y el audaz indiscreto son balanzas con un brazo, trastos inútiles.

"La audacia se adquiere conociendo el mundo, y la discreción conociendo al hombre. Si me preguntáis cuál es el hombre más sabio, os diré: el que, viendo un mapamundi, ve en él con amplio espíritu un escenario donde se mueve la humanidad entera; y el abarcarlo todo de una ojeada no ha de estorbarle para conocer a fondo el espíritu de cada uno de los hombres con quien el azar le ponga en contacto.

"¡Hay que trabajar! Pero ¿en qué, cómo y para qué? El trabajo más productivo es el más libre; yo he trabajado bastante en mi vida, y nunca he trabajado más ni con más gusto que ahora, que no sólo trabajo con entera libertad, sino que ni siquiera me mueve el deseo de adquirir la riqueza. La propiedad, lejos de ser un estímulo, es la expresión de la fuerza que domina hoy con no menor suavidad que la de las armas. El arte de trabajar no tiene nada que ver con el de enriquecerse, el que aprende a trabajar ha aprendido a ser eternamente pobre; para ser rico hay que aprender a explotar a los que trabajan; para ser millonario hay que saber engañar a los explotadores."

-Pues ahí le duele -interrumpí yo-. Hay que destruir este régimen abusivo por medio de leyes justas; por eso he sostenido en los artículos que tanto has maltratado que la caridad no basta, y que hay que transformarla en reparación social, en algo que no dependa de la dureza o blandura de corazón de los que poseen.

"-Esa idea -me dijo- la has tomado de los autores positivistas, que son una plaga más temible que la langosta. Lo mismo da endulzar las amarguras de la miseria con una limosna anónima que con una pensión consignada en algún presupuesto. La limosna parece más denigrante, pero la pensión es una limosna fría, sin alma. Puesto en el extremo, yo preferiría mendigar por las calles a vivir encasillado en un asilo. Todas esas componendas son inútiles porque en ellas se conserva la causa permanente del mal; más bello que dar es no tener nada que dar, cuando se posee sólo lo necesario para el día y se deja lo demás para que otro lo recoja.

"Mejor que la observación de la vida es la acción sobre la vida. La acción exterior y casi mecánica en las obras de arte, nos parece ya ridícula. ¿Qué importa lo que los hombres hagan si es lo mismo que ya se ha hecho mil veces? ¿Y qué importa observar si no cambia el objeto de la observación? Lo bello sería obrar sobre el espíritu de los hombres. Si hay gloria en matar, más glorioso es un microbio que el héroe triunfador en la batalla. Los héroes del porvenir triunfarán en secreto, dominando invisiblemente el espíritu y suscitando en cada espíritu un mundo ideal.

"Todos los hombres creen que hay que buscar los medios de sostener una familia antes de tenerla. Esto se llama prudencia y sensatez, y yo lo llamo necedad. Tú habrás pensado en casarte, y no te decides a hacerlo hasta que tengas recursos holgados  con que atender a la que será tu esposa y a los que serán tus hijos. El centro de tu vida actual es ese porvenir desconocido, y mientras llega vives sin hacer cosa de provecho. Mejor sería que miraras el presente y que pensaras que un hombre debe vivir siempre como si no hubiese de cambiar jamás. El que se reserva el día de hoy para ser más el día de mañana, es tan cobarde como el soldado o el general que aspira a ser héroe de la batalla decisiva, dejando que otros luchen y caigan en las pequeñas escaramuzas sin provecho y sin gloria; como si las escaramuzas no influyesen en el éxito final de las guerras.

Vive, pues, hoy, sin reservarte para mañana, que tu valor te será recompensado, la fuerza que hoy gastes reaparecerá en ti mañana con creces; porque el espíritu del hombre ruin es cada día más pequeño, y el del nombre generoso cada día más grande. Tú vives solo y apenas tienes para vivir, cuando con lo que tienes podrían vivir contigo diez más. Vas a tardar varios años en constituir una familia, cuando podías constituirla ahora mismo sin quebraderos de cabeza. ¿Cómo? Uniéndote a una mujer del pueblo.

"La familia actual es un centro de guerra, que justifica los egoísmos más execrables de los individuos. Hay perfectos padres de familia que cometen a diario grandes barrabasadas sin remordimiento de conciencia, porque les disculpa el amor a sus hijos, el deseo de dejarles bien abrigados, a cubierto de las contingencias del porvenir, sin pensar que antes que al porvenir de sus propios hijos deberían atender al presente de los hijos ajenos. Contra esa inexpugnable fortaleza de la familia de sangre y de intereses, causa de nuestras luchas enconadas, hay que levantar otra fortaleza más alta: la de la familia de voluntad y de ideas.

"Deja que se acerquen a ti cuantos quieran acercarse y vive con ellos; y si no tienen educación te ha caído un trabajo: el de educarlos a tu gusto; y si te dan mal pago, como es de esperar, no te importe, porque sin querer te pagarán, dándote ocasión para que por ellos seas más hombre que eras antes. Ahora vives vida falsa, porque el centro de tu vida es el porvenir; te casarás con una mujer muy distinguida, y quizás pretenciosa, que te secará el poco jugo que te queda, y tendrás unos chiquillos que parecerán arrancados de un figurín. Yo os aseguro, y creedlo, que un hombre no posee verdadera energía espiritual sino cuando trabaja para remontarse a las cumbres más altas del pensamiento y descansa de sus tareas acostándose al lado de una mujer esencialmente proletaria. Si mediante un tan feliz concierto sale a luz un hijo bien dotado, puedes formar con él un verdadero hombre; le enseñas un oficio para que sepa ganarse el sustento con los brazos; le instruyes en ciencias y artes para que pueda aplicarse a diversas profesiones, y le aficionas a la filosofía, que da la superioridad intelectual.

"Mientras los hombres que creen ser listos reducen cada día más la familia y aumentan sin cesar las ganancias para que nada falte, tú, como más torpe, agrandas la familia y no te molestas en ganar más que lo preciso para vivir. Y al cabo de algún tiempo notarás que los listos se van achicando y que tú te vas agrandando, y que de las familias pequeñas por falta de choque espiritual, no salen más que mentecatos instruidos; en tanto que de la tuya, aun siendo de gente pobre, que es la que se avendría a vivir del modo que voy diciendo, verás nacer la fuerza y la originalidad, que en vano buscan los hombres por el mundo.

"-Y si me muero -preguntarás-, ¿qué será de esa familia sin recursos?

"-Si te mueres -te contesto-, diremos como en el juego: otro talla. Condúcete humanamente mientras vivas, y deja que otros, con el temor y el pretexto de lo que ocurrirá después de su muerte, continúen viviendo tan mal que los juzguemos indignos de haber nacido. Aunque no dejes recursos, dejas jirones de tu personalidad adheridos a cuantos cerca de ti vivieron, y dejas el ejemplo de tu vida, que es el único testamento que debe dejar un hombre honrado.

"Hay quien coloca el centro de la vida humana en el poder exterior, en la riqueza, en un bien convencional. Yo pongo el centro en el espíritu. ¿Qué soy? Nada. ¿Qué apetezco? Nada. ¿Qué represento? Nada. ¿Qué poseo? Nada. Ahora estoy en camino de ser un verdadero hombre, puesto que si existe mi personalidad sin buscar apoyo fuera de sí, es porque dentro tiene su fuerza.

"La personalidad se acentúa con el ejercicio. Al derrocharla en trabajos al parecer improductivos, se adquieren fuerzas para crear obras útiles. Y lo esencial no es la obra sino que la máquina esté siempre expedita para funcionar. En una herrería lo importante es la fragua, porque sin ella, la herrería no existe; lo accidental es que de la herrería salgan trébedes, tenazas, badilas, rejas de arado o instrumentos de varias aplicaciones. Así, en el hombre lo de menos es seguir estos o aquellos estudios, dedicarse a esta o aquella profesión; lo de más es ser hombre, y para serlo hay que tener encendida la fragua.

"¿Cómo se consigue esto? Muy fácil: dándole al fuelle. La fragua del hombre está en el cerebro, y el fuelle es la palabra. El cerebro es un antro desconocido; pero la palabra depende de nuestra voluntad, y por medio de la palabra podemos influir en nuestro cerebro. La transformación de la humanidad se opera mediante invenciones intelectuales, que más tarde se convierten en hechos reales. Se inicia una nueva idea, y esta idea, que al principio pugna con la realidad, comienza a florecer y a fructificar y a crear un nuevo concepto de la vida. Y al cabo de algún tiempo la idea está humanizada, triunfa, impera y destruye de rechazo la que le precedió. También el hombre se transforma a sí mismo expresando en alta voz ideas, que al principio son conceptos puramente intelectuales, y luego, por reflexión, se convierten en pauta de la vida; porque la realización material de una idea exige la previa realización ideal. Cuando no se tienen ideas, la palabra es inútil y aun nociva. Si la fragua está apagada, ¿qué se consigue con darle al fuelle? Enfriar más los carbones. De aquí la conveniencia del silencio pitagórico, precursor de la idea e indicio de preñez espiritual. Quienquiera que, teniendo el cerebro vacío, hable sólo para aturdir a los que le escuchan, debe callar en el acto. El hablar maquinalmente revela temor en la inteligencia; es como el canto con que disfraza su cobardía el pusilánime cuando pasa por un sitio que le inspira miedo. En cambio, la palabra que anuncia una idea es utilísima, porque es el primer paso para realizarla. Al principio nos parece la idea imposible o absurda; después de anunciada nos va pareciendo posible y natural, aunque superior a nuestras fuerzas; por último, nuestras fuerzas se excitan, se ponen a la altura del propósito, y a veces lo superan. Una arenga impetuosa decide el triunfo en una batalla. Una palabra empeñada lleva a un hombre a acometer empresas superiores a sus propios intentos. Un hombre tenaz, animado por una idea claramente concebida y expresada, triunfa siempre, aunque luche contra él la sociedad entera. No sólo el hombre, hasta los animales se dejan influir por la acción sugestiva de la palabra; por esto la cualidad esencial de un carretero es tener buenos pulmones.

"La mayoría de los hombres son comparables a un viajero tonto, que emprende un largo viaje llevando todo lo necesario, excepto espíritu para ver las cosas. Todos procuran ser algo y casi todos se olvidan de ser. Por lo cual, entre tantos hombres clasificados o clasificables como existen sobre la superficie del globo, no es fácil hallar un hombre verdadero. Aunque en vez de una linterna llevásemos una lámpara incandescente, no adelantaríamos hoy más que adelantó Diógenes en su tiempo, porque conforme va aumentando la potencia de la luz artificial va disminuyendo la humanidad del género humano.

"Hay, pues, que ser hombre ante todo, dejando para después los estudios y trabajos que nos entretienen o nos dan el pan de cada día. Y la calidad del hombre se ha de conocer, no en simples palabras, sino en hechos, en la comprensión total de la vida. He aquí un hecho usual, que puede servirnos de medio de prueba: ¿qué hombre no ha hallado alguna vez a una mujer caída en el vicio? Este hallazgo vulgar inspira varios pensamientos, en los cuales cada hombre da la medida de su humanidad. La mayor parte no piensa más que en aprovecharse de la desgracia para satisfacer su sensualidad; éstos son  hombres apagados, mejor dicho, son bestias. En otros más intelectuales, la sensualidad queda dominada por la curiosidad; el médico ve allí un caso patológico; el literato, un caso novelesco o dramático; el pintor, un caso pictórico, y así por el estilo mil casos o asuntos, según los diversos puntos de vista. ¿Cuánto más noble no es el que siente piedad y ama a la mujer caída, y por el amor la regenera y la redime? El que mira con amor al desvalido es más humano que el que le estudia sin amarle. Pero se puede hacer por esa mujer caída algo más que redimirla por el amor: se puede subir aún más alto…"

Pío Cid dobló el papel y lo dio a Moro, diciéndole:

-Guarde usted eso, y si le parece que sirve publíquelo en la revista nonata.

-Pero ¿ha concluido usted ya? -preguntó Moro.

-Sí, ya he concluido; y el papel, aunque era grande, se concluyó también al llegar ahí.

-Pues falta precisamente lo esencial -dijo Moro-, porque yo le confieso a usted que no sé qué se pueda

hacer más por una mujer mala que amarla y rehabilitarla a los ojos del mundo.

-Se puede hacer más -contestó Pío Cid-; pero esto no está en mi mano declararlo, porque, si lo declarara, les habría descubierto a ustedes la ley primitiva y perenne de la creación.

-¿Y qué mal habría en ello? -preguntó Moro mirando a Pío Cid, como si dudase de que éste hablara en serio o se hallara en su cabal juicio.

-Ya ha oído usted -contestó Pío Cid- que para mí el carácter humano está constituido por el equilibrio de dos fuerzas antagónicas: la mesura y la audacia. Yo he tenido o creo haber tenido (que para el caso es igual) la audacia de concebir una ley nueva, que, más que ley, es aspiración permanente del universo; y como sé que todos los inventores lo pasan muy mal y yo no estoy porque nadie me fastidie, quiero demostrar mi mesura reservándome el secreto. Así conseguiré ser un inventor feliz, especie nueva en la historia humana.

-Dispense usted que le diga -arguyó Miranda algo amoscado, porque creía que Pío Cid hablaba en tono zumbón- que por el sistema de usted todos podemos ser grandes inventores. Basta decir que hemos descubierto un nuevo planeta, pero que nos reservamos fijar el punto del espacio en que se halla.

-Yo he descubierto más que todo eso -contestó Pío Cid-, porque he descubierto que no hay tales planetas, ni tales satélites, ni tales cometas, ni astro alguno en el espacio, y en su día lo demostraré. Cuando yo digo que me reservo el secreto de mi descubrimiento, debo decir que aplazo la revelación para después de mi muerte. Si después de muerto se demuestra que desgraciadamente me había equivocado, la demostración llega tarde, y yo me he ido al otro mundo con mi ilusión en el cuerpo; y si, al contrario, mi invención es verdadera, la envidia no puede ya tocarme. Yo desprecio la gloria; utilidad no la busco, ni mi invento es útil, que si lo fuera lo descubriría en el acto, porque entonces no tendría importancia mayor. Así, pues, no hay razón ninguna que me aconseje romper mi silencio, y les ruego a ustedes que tengan espera y suspendan su juicio hasta después de mi muerte, que poco ha de tardar.

-Entonces -dijo Moro-, ¿hará usted esa revelación en su testamento?

-Pienso morir intestado -contestó Pío Cid-. La dejaré en una tragedia que tengo ya escrita, y cuya acción se desarrolla precisamente aquí, en la Alhambra.

-¿Y cómo se titula esa tragedia? -preguntó Ceres, que no concebía nada sin título.

-No se titula de ningún modo -contestó Pío Cid-. Interinamente la pueden ustedes llamar Tragedia, pues en realidad no es una tragedia particular, sino la tragedia invariable de la vida.

-Hombre, nos ha excitado usted la curiosidad de tal modo -dijo Gaudente el viejo tomando un vaso de agua con azucarillo-, que vamos, sin quererle a usted mal, a desear que muera pronto.

-Yo me moriré cuando quiera -dijo Pío Cid-, y aun soy capaz de aligerar a morirme por dar gusto a ustedes.

-Eso no -dijo Raudo-; por ahora nos contentamos con leer su artículo, que tiene bastante miga. Es una medicina que hay que tomar a pequeñas dosis.

-Pues para mí es como agua destilada -replicó Castejón.

Después de la lectura de Pío Cid y de los comentarios a que dio lugar, hubo aún tiempo para que leyera Miranda su linda y breve novela La cáscara amarga, cuadro primoroso de costumbres del Albaicín, y Castejón el capítulo primero de la leyenda árabe que tenía entre manos desde hacía mucho tiempo. Con lo cual se hizo de noche, y acordamos subir a merendar a un ventorro de la Alhambra donde Moro, que además de poeta era gran guitarrista, nos hizo pasar un rato delicioso oyéndole rasguear unos jaleos de su invención. La literatura y la música nos abrieron el apetito de par en par, y bien pronto estuvimos todos de acuerdo para declarar que  nuestros trabajos juntos no valían lo que la pescada en blanco y el jamón con tomate con que nos regaló el pico el amable ventorrillero. Hubo derroche de líquidos, discursos y su poquito de cante, y acaso nos hubiera amanecido si no estuviera ya resuelto nuestro viaje. El viejo Gaudente se achispó e hizo

consideraciones muy sentidas acerca de la brevedad de nuestra vida y de la conveniencia de aprovechar el tiempo para divertirse cuanto buenamente se pueda.

-Yo no soy aficionado a filosofías -concluyó dirigiéndose a Pío Cid-, y no me he hecho cargo de lo que usted nos ha leído; pero creo que cuando un hombre aprende a pasar ratos tan agradables como éste de hoy, ha aprendido cuanto necesita para vivir, y todo lo demás le sobra. Su receta será buena; pero este vinillo blanco es mejor. Brindo, pues, por el dios Baco y por su distinguida esposa la diosa Alegría, en cuyo seno se olvida uno de todas las ciencias y de todas las artes inútiles inventadas por los tontos.

Fue tal el brío con que quiso apurar la copa, que le saltó el botón del cuello de la camisa, y como el cuello era postizo, se le quedó suelto por gola, dando al alegre viejo un aire cómico que nos hizo reír a carcajadas.

Pío Cid tomó pie de ello para pronunciar una tremenda filípica contra los puños y cuellos postizos, que, en su opinión, eran la expresión más ridícula que cabe concebir de la triste inestabilidad de las cosas humanas.

-Ese botón que se ha roto -añadió- es como la alegría invocada por el amigo Gaudente. Si pudiéramos ir sin botones, y aun sin camisas, yo sería el primero que me pondría en cueros vivos; pero un botón que se rompe nos obliga a buscar otro, y lo mejor es usarlos de metal duro para que no se rompan jamás.

¿De qué sirve romper la triste monotonía de la vida con una alegre borrachera, si a poco hemos de volver a la monotonía, quedándonos sólo el amargor de boca del pequeño abuso que cometimos? Esas alegrías, postizas como los cuellos, a mí no me satisfacen. Busquemos la alegría en lo hondo y en lo íntimo de nuestro espíritu, y si llegamos a hallarla nos parecerán despreciables esos breves aturdimientos con que antes distraíamos nuestra tristeza. Ya sé que el hombre aturdido, que se ríe de todas las cosas, es más simpático que el grave predicador, el cual muy fácilmente se lleva los títulos de pedante y burro.

Yo he pasado con vosotros uno de los días más alegres de mi vida; pero mi alegría no proviene del beber, porque no he bebido; ni del comer, porque apenas he comido, bien que por el olor comprendiera que el amo de este castillo no es rana; si voy a decir la verdad no he comido más que aceitunas, que me gustan al perder desde pequeño; y aun os he de declarar que este plato, andaluz por esencia, por ser nuestro suelo el más olivífero del mundo, es mi plato favorito, y os lo recomiendo porque desarrolla la energía cerebral con caracteres originales. Los grandes filósofos griegos fueron devotos de la aceituna. La cultura griega debe más al olivo que a ningúnotro árbol o planta; y la nación más apta hoy para ejercer en el mundo la supremacía ideal es España, por ser la nación que produce mayor cantidad de aceite. Pero dejando a un lado estos perfiles, os aseguro que hoy he estado yo alegre, y que mi alegría no viene de excesos que no he cometido,

sino de una complacencia puramente espiritual. Ya sabéis que amo el aire sano y la luz natural, el agua cristalina y el arte puro. Para mí, la verdadera civilización es la que florece en medio de la Naturaleza.

Si hubierais estado en un salón de sesiones, con un presidente que os diera y os quitara la palabra a campanillazos, hubierais visto cuan pronto escurría yo el bulto; mientras que en una asamblea acéfala, y bajo la bóveda del cielo, me figuraba que no éramos cultivadores artificiosos de las letras, sino más bien como un grupo de braceros del campo que suspende sus faenas un momento y se pone a la redonda para fumar un cigarrillo. Si tuvierais paciencia para seguir muchos años estas saludables prácticas, veríais surgir verdaderos portentos; porque el arte original nace siempre al aire libre, cuando el hombre se remonta al ideal, sin separar los pies del terruño ni los ojos de la contemplación de las bellezas naturales.

Este breve discurso mereció la aprobación del auditorio y fue la señal de la dispersión. Todos quisieron despedirnos, y juntos bajamos por las cuestas de la Alhambra en grupos. Yo vine todo el camino con Miranda comunicándonos nuestras impresiones.

-Si quieres que te diga mi verdadera opinión –me dijo-, Pío Cid me ha parecido un hombre extravagante. No es un tipo vulgar, pero tampoco es lo que tú nos habías anunciado. Mucho más valen los versos de Moro y el relato de Antón, que la sarta de incoherencias que él nos ha enjaretado en su Ecce homo.

-No es posible comparar una cosa con otra -repliqué yo-. Lo que han leído Moro y Sauce son trabajos literarios, a los que ya está hecho nuestro paladar, y lo que ha leído Pío Cid es cosa nueva, que no es ciencia ni arte.

-Pues, ¿qué es entonces? -me preguntó Miranda.

-Es una creación -le contesté-. Es incoherente como una receta, en la que un médico combina diversas sustancias que nada tienen que ver las unas con las otras; pero si la receta cura, ¿qué más se puede apetecer?

-¿Y tú crees que la receta de Pío Cid puede reconstituir el carácter y robustecer la voluntad, ni que haya quien pueda seguir los consejos de la receta…?

-Si no hay muchos que los sigan, habrá alguno; y basta para el caso que uno los siga y los demás aprendan a tener amplitud de criterio para comprenderle y no censurarle. Lo que a primera vista parece extravagancia, puede muy bien ser como el sabor desagradable de ciertos medicamentos; quizás después de varias lecturas desaparezca el mal sabor, y entonces, asimiladas ya las ideas, serán como el espigón de una estatua que se nos ha metido dentro del cuerpo. Yo creo que Pío Cid conoce el espíritu del hombre; que así como un mecánico monta y desmonta una máquina, cuyo mecanismo es para los profanos incomprensible, así él manipula en el espíritu humano y lo transforma.

-Pero si eso fuera cierto, Pío Cid sería un hombre distinto de los demás.

-Todos los hombres son iguales, y los que descubren algo nuevo son tan hombres como los otros. Tienen cierta superioridad momentánea hasta tanto que el invento se divulga y caemos en la cuenta de que la idea misteriosa es como el huevo de Colón. Desde que el mundo es mundo ha habido hombres que han influido sobre el espíritu de otros hombres; lo han hecho a ciegas, tanteando, a la manera de los pedagogos. Figúrate que se logra descomponer el alma del hombre, como se descompone la luz en el prisma, y descubrir la variedad de fuerzas que la constituyen, y combinar estas fuerzas para producir estados originales. Conocida la ley fundamental de la creación, ¿quién sabe adónde podrían llegar las consecuencias?

-¿Y es ése el invento de tu amigo? -me preguntó Miranda.

-No es ése -le contesté yo-. Hablo por hablar, pues no estoy más enterado que tú. Y casi creería que no hay tal invento, y que Pío Cid es un humorista serio, que ha tomado el mundo por vaina. Pero aunque así fuera, él hace cosas que no es capaz de hacerlas nadie.

Después de pasar un rato con mi familia, volví a reunirme con mis amigos en la Puerta Real cuando ya iba a salir la diligencia.

 

(De Los trabajos del infatigable creador Pío Cid. Trabajo quinto)

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