Pedro Antonio de Alarcón en la Academia


(Publicado en IDEAL el 25/02/2018)

Alarcón fue recibido en la Real Academia el 27 de febrero de 1877. Ocupó el sillón H y su discurso de ingreso versó sobre La Moral en el Arte. Fue respondido por su amigo Cándido Nocedal. El acto supuso un acontecimiento social inesperado; el salón principal estaba abarrotado y el público se agolpaba en los pasillos hasta las puertas de la academia, que entonces tenía su sede en la calle Fuencarral (donde actualmente se emplaza la Academia de las Ciencias Exactas, Físicas y Naturales). Aunque el acto tenía prevista su finalización para el mediodía, no terminó hasta las tres debido a los múltiples agasajos y felicitaciones que recibió el accitano.

Antiguo emplazamiento de la Real Academia de la Lengua

El discurso abordaba valientemente un tema crucial en literatura y es que ante la moda del Arte por el Arte, Alarcón defiende la necesidad de la utilidad pública la literatura y el compromiso moral que adquiere el escritor. Este compromiso afecta a los contenidos, que han de ser conforme a los principios morales del escritor, y a la forma, basada en “decir las cosas no con expresiones directas, claras y terminantes, sino por medio de instintivas y misteriosas fórmulas semirreticentes, o sea en un lenguaje vago, simbólico y algo sibilítico, donde mucho tenga que adivinar y suplir, por ley de repercusión armónica, el excitado espíritu del auditorio”. Es decir, denuncia a la vez los dos movimientos en boga, el esteticismo recogido en el eslogan “el Arte por el Arte” y el realismo.

Los novelistas del siglo XIX fueron los primeros escritores que viven directamente de su trabajo, o por expresarlo en términos economicistas, de los derechos de autor que reciben directamente de las ventas de sus artículos y novelas. Para aquellos que tenían un ritmo de vida más derrochador, eran un complemento a otros ingresos, como es el caso de Valera que además recibía rentas sustanciosas y sueldo de diplomático, pero, para otros, era su única fuente de ingresos. Normalmente seguían la corriente de moda y escribían aquel tipo de obras que ganaban fácilmente el favor del público, los best-sellers de la época que eran los folletines, como era el caso del accitano Torcuato Tárrago Mateos. Eran novelas de evasión normalmente basadas en personajes y circunstancias históricas y sometidas a la servidumbre de la división en fascículos que tenían que dejar constantemente en suspenso la acción para mantener al lector intrigado, además de repetir otros clichés que hacían del relato un producto de fácil consumo.

Pedro Antonio de Alarcón tuvo desde muy joven la voluntad de vivir de la literatura. Confiesa que “comencé a literatear… y tomar la cosa por oficio y entregar a imprenta mis pobres borrones, so pena de quedar enterrado en Guadix y cantar misa, cuando mi vocación era el matrimonio, o verme obligado a desmentir en algún taller o mercería mi calidad de nieto de un hijodalgo”. Vislumbró antes de cumplir los dieciocho años que podía vivir de la literatura, y así escapar de su destino de acaba r siendo cura, o, a falta de bienes propios, trabajar de empleado en algún comercio de Guadix.


Lógicamente su primer acercamiento a la literatura lo hace como lector. Como Madame Bovary, como Alonso Quijano, se evade de la realidad con la lectura de sus ídolos, lord Byron, Espronceda y Zorrilla, y aspira a ser como ellos y como sus personajes cuando se consideraba “preso para siempre en aquella estacionaria ciudad rodeada de cerros”.  Ansioso de conocimiento del mundo, devora los libros que caen en sus manos y declara que “solo conocía del mundo y de los hombres lo que me habían enseñado mapas y libros”. Se retrata en el joven de El Niño de la Bola al que “Dábale por escribir tragedias románticas; Víctor Hugo era su ídolo. 

Ya había devorado todos los libros del pueblo, que ascendían a millares de volúmenes, procedentes de los extinguidos conventos de frailes y de la biblioteca de un sabio deán, muy amante de las letras profanas, que acababa de pasar a mejor vida”. Siempre tendrá presente la capacidad que tiene la literatura para explicar la realidad y la incidencia que puede llegar a tener la literatura en el hipotético lector para ser muy exigente consigo mismo, ser consciente de la responsabilidad que adquiere el escritor ante sus lectores, por eso considera que es necesario que el escritor sea consciente del compromiso que adquiere con sus lectores.

Declara en su discurso de ingreso en la Real Academia: “En lo que a mí toca (y será ya lo último que os diga con relación a mi insignificante personalidad literaria), vuelvo a declarar que, constantemente, en todo linaje de escritos, sin excepción ninguna, me he propuesto lo que he considerado (no sé si con error o sin él) útil a mi patria y a mis conciudadanos, cuando trataba de cosas políticas, útil a la familia y a la sociedad, si ensayaba la novela, consolador del espíritu humano, cuando pulsaba mi laúd granadino; es decir, que siempre he tenido por norte el Bien, tal y como yo lo he discernido en cada circunstancia, y que, al azotar el vicio o al ensalzar la virtud, al cantar el amor o celebrar la hermosura, tanto como a elaborar ingeniosos primores retóricos, he propendido a que la belleza de la forma sirviese de gala y realce a la bondad o a la verdad de los pensamientos.”

Su apuesta era contraria al realismo, confiesa que “me desagrada el género fotográfico en las novelas” y alerta “contra el naturalismo y el vulgarismo”. Pero también se aleja de los autores de folletines; encuentra en la verosimilitud de sus relatos su credencial. Por eso reitera en sus obras coletillas como “el caso ocurrió efectivamente en Granada” (La Comendadora), “Alejandro y Elisa andan por el mundo” y “la baronesa debe de haber fallecido” (Coro de ángeles), “una verdadera causa célebre, que me refirió cierto magistrado granadino (El Clavo), “le sucedió a un jefe político de Cáceres” (La última calaverada), “aconteció al pie de la letra” (Sin un cuarto), “no discrepa en nada de la verdad” (Tic… tac…), “son también históricos al pie de la letra” (Historietas nacionales), “Yo soy poco aficionado a inventar historias”, “no he inventado nada” (Dos retratos), “no se refiere ni un solo pormenor que no sea la propia realidad” (La mujer alta), “El Escándalo es rigurosamente histórico, como les consta a muy respetables vecinos de Madrid”, el “drama romántico de chaqueta y rigurosamente histórico, que voy a contaros, tal y como aconteció y yo presencié” (El Niño de la Bola). Pero a la vez se aparta de los realistas y afirma que el escritor debe “dar al arte lo que le corresponde, haciendo que las creaciones del ingenio sean más interesantes y seductoras que la común realidad de cada día”.

Emilio Castelar
Por eso está en contra de los que relatan “de forma natural y espontánea”, “sin compostura ni artificio literario de ninguna especie”, “con aquel desorden e incongruencia que son tan propios de terrestre vida”, con toda su “crudeza y confusión, muy semejantes a lo que hoy se llama naturalismo”. Es un estilo propio de la prensa, pero la responsabilidad del novelista debe ser otra: “particularmente las novelas, deben ser fruto de la realidad humana sazonada por la reflexión, la filosofía y el arte”, de forma que quien la lea crea que “él y no otro es quien está viajando, mirando y sintiendo, pues que su instinto le persuade de que aquellos acontecimientos y emociones están lógicamente encadenados por la invariable naturaleza, y no por la fría erudición ni por la soñadora fantasía de ningún literato”. Es decir, la novela tiene que servirle al lector para plantearse los mismos debates morales y reflexiones que los personajes. Podríamos aplicarle a él mismo lo que Alarcón atribuye a Castelar: “mi querido Emilio, que tú, más que nada, eres un gran poeta (…); no poeta-sacerdote de los dioses inventados, de las grandezas forjadas en la imaginación, de las religiones, de las fábulas y de los mitos, sino poeta de los hechos, de las ciencias, de las artes, de la naturaleza, de los mundos”.

Acerca de la revolución de 1868 señala la hipocresía de los intelectuales que hasta entonces habían sido sumisos al estado confesional, cuando “todo el mundo lo era (cristiano) o lo parecía”; luego, al declararse la libertad de cultos, se proclamaba que “las creencias religiosas eran incompatibles con la libertad y contrarias a la filosofía y a la civilización. Todo el que cree es necesariamente carlista, fue la extrema fórmula de la impiedad”. Añade misteriosamente que además “para colmo de transformación, la fatalidad o la providencia me había sometido en mis últimos años de soltero a una de aquellas pruebas que refunden y modifican la naturaleza más áspera y rebelde” (¿?). En un momento que predomina la concepción ilustrada de que el hombre es bueno por naturaleza, o como ya afirmara Platón “queremos lo que es bueno, pero no queremos ni lo que es neutro o indiferente, ni lo que es malo” o “nadie comete voluntariamente injusticia y que, al contrario, todos los que obran injustamente proceden contra su voluntad” (Gorgias), Pedro Antonio de Alarcón obedece a la creencia cristiana según la que el humano nace malvado, portador del pecado original, el de haber nacido, y es necesario doblegar ese instinto, a través de la cultura, he aquí la responsabilidad del novelista, como insiste en su discurso.

Lejos de reivindicar una novela didáctica y moralizadora ramplona, Pedro de Alarcón apela a la formación de lo que llama el sentido estético o sexto sentido del lector. De forma natural, el gusto popular tiende a lo ramplón, a lo que Lope de Vega llamaba “el vulgo necio”, y como sospechaba Alarcón es aprovechado por los que él llamaba los internacionalistas y naturalistas para propagar “la irresponsabilidad de las acciones humanas”. Para é la teorías estéticas van inevitablemente ligadas a la conducta social e íntima del escritor y de los lectores.

Esa actitud declaradamente antimoderna es lo más moderno de Alarcón. Las comodidades que ofrece el progreso, la industrialización, la ciudad, no debe arrasar con los principios tradicionales que ordenaban la convivencia social. Al avisar que “demasiado sabréis que la teoría de “el Arte por el Arte” está hoy relacionada con otras a cual más temible y que juntas socavan y remueven los cimientos de la sociedad humana”, el recipiendario muestra su preocupación por que la confianza en el progreso prive de sentido a la existencia humana. Al afirmar que los ciudadanos piden, “a la luz del petróleo y entre las ruinas causadas por el incendio, la anarquía universal, el amor libre y la irresponsabilidad de las acciones humanas” coincide con las advertencias de su contemporáneo

Charles Baudelaire
Charles Baudelaire y el poder devastador “del fanal del progreso”: “Me estoy refiriendo a la idea de progreso. Ese fanal oscuro, invención del filosofismo actual, patentado sin garantía de la Naturaleza o de la Divinidad, esa linterna moderna arroja tinieblas sobre los objetos del conocimiento; la libertad se desvanece, el castigo desaparece. Quien quiera ver claro en la historia debe ante todo apagar ese pérfido fanal.
Esta idea grotesca, que ha florecido en el podrido terreno de la fatuidad moderna, ha descargado a todos de su deber, liberado a cada alma de su responsabilidad, liberado a la voluntad de todos los vínculos que le imponía el amor de lo bello”. 

Ángel Ganivet
Se anticipa también, al alejarse de sus contemporáneos realistas al idealismo de los escritores de fin de siglo, a los llamados escritores de la generación del 98, como el granadino Ángel Ganivet que advierte de la palabrería hueca de la filosofía positivista “llamada por algunos filosofía política, cuyos caracteres son: la elevación a veces conceptuosa, y la vehemencia en la expresión y la audacia y el atrevimiento casi revolucionario en el pensamiento”, y de los peligros de “el ansia egoísta de apropiación, el materialismo anti-humano y anti-natural; el espíritu moderno, en cuyo fondo anida el mercantilismo más despiadado, que se va apoderando, como la enfermedad verdaderamente para la muerte, de todo lo que toca, destruyéndolo como el caballo de Atila, sin dejar nada con vida a su paso”.

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